Ver en este filme la descripción de ciertas conductas sociales que son explotadas más que examinadas, y que también son de tal modo vociferantes, pero sin la evidencia dinámica que uno encontraría por ejemplo en Imitación de la vida (Imitation of life), de Douglas Sirk. Se trata aquí de la clase de los anglo-indios, que no se definen como Británicos ni como Indios, que son subalternos a los ojos de los primeros, y desprecian a su vez cordialmente a los segundos: tema clásico de la minoría étnica rechazada por las mayorías antagonistas, Judíos expulsados de Alemania y considerados como Alemanes, Judíos expulsados de África del norte y considerados como “árabes”, etc. LA clase de los anglo-indios se sitúa, en el tiempo de esta ficción, en una época particularmente crítica, aquella que precede inmediatamente a la independencia de la India. En este sentido el film es un gran fresco político; se aproxima al tema de forma interesante mejor que al conflicto social, el que nos queda algo esquemático. La ideología más explícita del filme opone a los ingleses de una parte en el Partido del Congreso, donde se reúnen a la vez los cuadros más capaces y los menos organizados, y la adhesión de las multitudes vestidas de blanco, en el otro extremo un puñado de extremistas que son asimilados sistemáticamente, por una amalgama comodina, como terroristas y con los comunistas. En tanto que los primeros se conforman con ejercer contra los ingleses una presión firme pero disciplinada y utilizan la no-violencia para combatirlos en vías a la independencia como posibilidad, en el momento que están listos a ejercer el relevo los segundos buscan por todos los medios provocar las confrontaciones, los incidentes sanguinarios, utilizan agentes provocadores, fundan sus esperanzas en una represión británica que les permita desbordar a los moderados del Congreso y aparentar ser el único recurso en contra de un caos que ellos mismos han creado en cada pieza.
El tercer aspecto, el personaje de Victoria Jones (interpretado por Ava Gardner), quien encarna en el plano individual los conflictos precedentes: de padre inglés y madre india, ella se identifica completamente con la clase dirigente británica, de la cual viste el uniforme; harta del racismo, tanto grosero como sutil, de los oficiales ingleses, ella se adhiere a la causa nacionalista, se quita el uniforme cambiándolo por el sari, se convierte mezclándose en las actividades de los extremistas y participa en los debates de conciencia que no son lo mejores momentos de la película. Podríamos por esto remarcar que ella se mueve dentro de un tema cukoriano por excelencia, el de la doble personalidad – aquel de la doble personalidad- recordamos a Greta Garbo, la “·mujer de dos caras” (Mujer de dos caras), o a Joan Crawford en Erase una vez (Un rostro de mujer), o todavía a Katherine Hepburn en Silvia Scarlet (La gran aventura de Silvia), o en la “doble vida” de Ronald Colman en el Otelo de El abrazo de la muerte, y así podríamos seguir. Pero, solamente tratado por Cukor, este tema no ha sido siempre abordado con la misma bienaventuranza; es así que en Mi bella dama, Audrey Hepburn evidentemente es más convincente al final de la película que al inicio.
Lo que sorprende desde el principio es la suprema armonía entre el formato del cinemascope y las escenas de multitud; la utilización de un simbolismo que puede parecer inocente pero que no es menos que el destacar una belleza y claridad de lo evidente. Citaría una escena en particular: los soldados “ingleses” desfilan (lo significantes es, como en el caso de Victoria Jones, el uniforme, después de que son considerados los Patanes: recortados sorpresivamente para decir que la identidad británica de la India no es más que una impronta); la clase de infantería se detiene, los infantes, todos vestidos de blanco, se precipitan para ver, reír, aplaudir. Filmados en profundidad, y en un plano muy general, los soldados de Caqui se retiran del campo por la derecha, dependiendo de que los infantes de blanco se desparramen entre risas y carreras, deplorando toda la parte superior a la izquierda de la pantalla. Al mismo tiempo, escuchamos la voz de la India nacionalista con que Victoria Jones cree ser escuchada (la de Ranjit) que explica: “cuando los ingleses hayan partido, la India se abrirá como una flor…”.
Para el color George Cukor utilizó al mismo consejero que en Nace una estrella (A star is born), George Hoydingen-Huene, y el resultado es soberbio de punta a punta. El filme parece más interesante desde esta perspectiva mejor que por ciertas situaciones rocambolescas: recuerdo un tren en que el jefe comunista Ghanshyam forzó a Victoria a detenerse el momento que atravesaba ese tren en que viajaba Gandhi.
Las imágenes de trenes, de estaciones, de multitudes en los andenes –y sobre las vías- ocupan una gran parte del filme, y será en una de ellas que se efectúan los Destinos cruzados (re titulada por los productores, pero importa poco): reemplazando a los militares, el tren se sacude, Stewart Granger (el coronel Rodney Savage) se asoma a la ventana y ve a Ava Gardner en el andén. Escena de adiós característica de tantos melodramas, especialmente –pero no por necesidad- en la partida de oficiales a la guerra: pienso en El puente de Waterloo, de Melvyn Le Roy, pero también en Cartas de una enamorada, de Max Ophuls.
Criticada vivamente por Cukor y por los cukorianos, la reedición del filme ha traído algunas consecuencias curiosas y algunas completamente benéficas, tales como la inclusión de un relato con estructura de flashback. Efectivamente el espectador se dice ante todo que se trata de un procedimiento torpe en extremo, puesto que ya sabe (según la obertura del filme) que Rodney Savage y Victoria Jones se aman, que de inmediato y enseguida (antes del flashback) se nos presentan como que se detestan; pero esta aparente torpeza disimula una astucia más súbita, que consiste (en la obertura del filme) en hacernos asistir a la separación de los amantes, cuando de hecho (fin del relato y regreso al tiempo presente) ellos han decidido casarse, Savage se quedará en La India. El aparte, cierto, pero es para solicitar el permiso de casarse, es decir, para quedarse.
Este filme, víctima de diferentes censuras, tanto “·morales” como políticas, es ni más ni menos uno de los que ejemplifican a Cukor, el director de escena gustoso e intimista de los años treinta, nutrido en la literatura europea y el teatro, que accede a la condición (no más superior como lo afirmarían rápidamente Coursodon y Tavernier, y algún otro) de director de escena más espectacular, sabiendo manejar con maestría suprema los movimientos de la multitud, conocedor de cómo utilizar una liga significativa y no solamente lo decorativo, constructor de esquemas de color exacerbados que le remiten a un Minnelli o un Sirk. También es uno de los filmes innegablemente políticos de Cukor. Desde todos los puntos de vista es un preludio a Justine (igualmente producida por Pandro S. Berman), filme sin igual, con un guión insatisfactorio pero en el cual la veta política es muy original y actual (árabes y cristianos en el nacimiento de Estado de Israel), y quien recrea más distanciados que en Destinos cruzados, el beneficio de las bellezas plásticas.