King of Kings (Nicholas Ray, 1961) BDRip 720p Dual SE

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Rey de Reyes

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Dardo
 
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Estados Unidos King of Kings (Nicholas Ray, 1961) BDRip 720p Dual SE

Mensaje por Dardo » 03 Abr 2015 12:48

King of Kings
"Rey de reyes"
(Nicholas Ray, 1961)

Imagen

IMDB
Año de producción: 1961
País: Imagen
Dirección: Nicholas Ray
Producción: Samuel Bronston

REPARTO
Jeffrey Hunter .... Jesús
Siobhan McKenna .... María
Hurd Hatfield .... Poncio Pilatos
Ron Randell .... Lucius
Viveca Lindfors .... Claudia
Rita Gam .... Herodias
Carmen Sevilla .... María Magdalena
Brigid Bazlen .... Salomé
Harry Guardino .... Barrabás
Rip Torn .... Judas
Frank Thring .... Herodes Antipas
Guy Rolfe .... Caifás
Royal Dano .... Pedro
Robert Ryan .... Juán el Bautista
Edric Connor .... Baltasar
Maurice Marsac .... Nicodemo
Conrado San Martín .... Pompeio
Luis Prendes .... El Buen Ladrón
José Nieto .... Gaspar
Rubén Rojo .... Matías
Michael Wager .... Tomás
Félix de Pomés .... José de Arimatea
Adriano Rimoldi .... Melchor
Barry Keegan .... El Mal Ladrón
Rafael Luis Calvo .... Simón el Cirineo
Francisco Morán .... Ciego
Aldo Sambrell .... Rebelde judío
Orson Welles .... Narrador (Voz) sin acreditar

Guión: Philip Yordan
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: Franz Planer, Milton Krasner, Manuel Berenguer
Duración: 2 horas 50 minutos.
Color: Technicolor
Rodaje: 20 semanas (España)
Estreno: 30 octubre, 1961
Género: Aventuras. Drama | Religión. Biblia. Cine épico


Sinopsis: Cuando las legiones de Roma conquistan Palestina, en un establo de un pueblo llamado Belén nace un niño que es adorado por pastores y por tres magos de Oriente que acuden a él guiados por una estrella. Ante el rumor de que ha nacido el Mesías, el rey Herodes ordena asesinar a todos los recién nacidos. Filmaffinity

Premios
1961: Globos de oro: Nominada Mejor banda sonora original

Imagen
Comentario:
"En mi caso, toda mi vida está
compensada por la aventura del cine,
que se confunde en última instancia
con la aventura de mi propia vida"
Nick Ray


Los textos siguientes, fueron publicados por mi siempre admirado compañero Bluegardenia cuando publicó allá por 2006 un DVDRip de esta visión tan particular de la ¿historia? por parte del señor Nicholas Ray
King of Kings surgió probablemente ,a juzgar por los testimonios disponibles, de la conjunción de sendos proyectos de Nicholas Ray y Samuel Bronston nacidos con el título de The Man from Nazareth. Bronston deseaba establecer su Hollywood particular en España y, como había entrado en contacto con el Vaticano años atrás, cuando a raíz de pasar una temporada de reposo en un retiro de los jesuitas en Italia hizo diversos trabajos sobre arte religioso, pensaría que éste sería un tema de amplia repercusión y para el que podría encontrar fácil apoyo. Parece que en cierto momento se había pensado en John Ford como directory, al renunciar éste, se ofreció para dirigirla Nicholas Ray, decidido entonces a no volver al cine americano y que había pensado ya en el mismo tema años antes. En el proyecto inicial de The Man from Nazareth figuraban en el reparto James Mason (Poncio Pilatos) y Richard Burton (el centurión), con quienes, al parecer, llegaron a rodarse pruebas. Cuando Philip Yordan acabó el primer guión, Bronston lo sometió a la consideración de expertos de diversas confesiones religiosas y, finalmente, gracias a sus antigual influencias, consiguió la aprobación formal del Papa Juan XXIII.

Spoiler:
Como en un Espejo

Los rasgos generales de la historia son más o menos conocidos, En los años comprendidos entre 1947 y 1963, decisivos en la evolución del cine, Nicholas Ray firmó un total de veinte películas, producidas en su inmensa mayoría por la industria dependiente de Hollywood, rodadas en América y Europa. Después, otros dieciséis años, repartidos también entre los dos continentes, surcados por numerosos proyectos que jamás llegaron a realizarse, y de los que emergen algunos trabajos marginales, inacabados o dispersos: años de ruptura y exilio, de exaltación vital yenfermedad de movimientos inciertos impulsados por un creciente instinto de autodestrucción, de búsqueda caótica y errante de otras formas de vivir y filmar; años, en fin, que se cumplen en una tentativa postrera, ya en el umbral de la muerte, de recuperar la identidad perdida y el respeto de sí mismo a través de una película. Estos dos ciclos vitales, lejos de contradecirse, se complementan hasta formar el todo indisoluble de una aventura cinematográfica en la que vida y obra aparecen íntimamente unidas y, lo que es esencial, experimentadas hasta el fin como una pasión. De ahí el carácter ejemplar de esa aventura y de la figura que proyecta. Ejemplar no en el sentido didáctico de la palabra, sino por su naturaleza única, excepcional: lo mejor de la obra de Nicholas Ray vivirápara siempre en el espacio, real e imaginario, del mito. Un espacio ambiguo, como la figura que sostiene; y un mito que, en definitiva, no es otro que el del cine moderno,
Todo ésto lo supo ver, quizás antes que nadie, Jean- Luc Godard, cuando en 1958, un año antes de la realización de A bout de souffle. después de lanzar su conocida sentencia «y el cine es Nicholas Ray», escribía: «¿Por qué nos quedamos helados ante las fotos de Bitter Victory. cuando sabemos que son las fotos de la más bella de las películas? Porque no expresan nada. Y con razón. Mientras que una sola foto de Lillian Gish basta para simbolizar Lirios rotos. una sola de Charles Chaplin U n rey en Nueva York, una sola de Rita Hayworth La dama de Shanghai, e incluso una sola de Ingrid Bergman Elena y 105 hombres la fotografia de Curd Jurgens, perdido en el desierto de Tripolitania, o la de Richard Burton ridículamente vestido con un albornoz blanco. no guardan ninguna relación con Curd Jurgens o Richard Burton en la pantalla. Un abismo separa a la foto de la película propiamente dicha. Un abismo que es todo un mundo. ¿Cuál? El del cine moderno.»
Hoy, casi treinta años después, podemos saber con una mayor exactitud lo que Godard quería decir por la sencilla razón de que toda su obra como director de cine está justamente realizada a partir de la visión de ese abismo. En este sentido, Godard no sólo ha sido un anticipador, sino también, sobre todo a partir de Pierrot le fou (1965), un superviviente de sí mismo.
El destino de Ray fue otro. Poseedor de una mirada en la que latía el sentido del cine de los grandes directores del mudo, formado dentro de su experiencia clásica, fue probablemente el último de sus más genuinos representantes y, al mismo tiempo, uno de los primeros ejemplos de la modernidad. Poeta al fin y al cabo, vivió en el fondo de ese abismo, desempeñando con un valor auténtico, no exento de humor, el papel que el destino le asignó: encarnar la dramática aventura del cine clásico en su relación con el moderno, agotarla hasta su consumación. Lightning Over Water lo prueba de una manera desgarradora, que no deja lugar a dudas. La sentencia que Godard lanzara en 1958 resultó ser cierta.
A finales de los años cincuenta, descubrir ese abismo que las imágenes de Ray habían abierto implicaba entender la ficción dramática de una forma distanciada e incluso crítica, muy diferente a la del cineasta clásico. De pronto, la ficción había perdido su transparencia transformándose en otra cosa («No se trata ya de realidad ni de ficción -escribía Godard en el artículo citado-, ni de que una supere a la otra. Se trata de algo muy distinto», convirtiéndose en un espejo donde los jóvenes cineastas europeos descubrían bruscamente su imagen solitaria, sorprendida en trance de filmar. De ahí el sentimiento de extrañeza y el impulso que, a partir de ese momento, como para mitigar el vértigo que experimentan, les llevará con frecuencia a incluirse, directamente o a través de un intermediario, en las imágenes de sus películas, poniendo en evidencia la presencia de la cámara. Este es el origen de una nueva clase de directores, los directores «poseurs» -como se les ha calificado con acierto, que no sólo se dejan ver de cuando en cuando, físicamente, en sus obras, sino que integran en ellas como actores a algunos de los grandes cineastas del pasado, sus viejos maestros en paro, para mejor subrayar así sus propias filiaciones. Nicholas Ray vivió este fenómeno de una manera extraordinariamente singular e intensa. Fiel a su carácter, no ha querido o podido liberarse de las ficciones presentes en sus películas; es más, a partir de un determinado momento, perdida su identidad como cineasta, pasó a encarnarlas, más que nunca, en su vida cotidiana.
Hasta entonces, las obras, más allá de sus logros y frustraciones, surgiendo de una manera continua en el tiempo, habían forjado la existencia del autor. Al faltar éstas, la vida, despojada de aquella forma de relación primordial con los otros, empezó a girar sobre sí misma convirtiéndose, según las circunstancias, en una suerte de representación o simulacro. Fundido a sus propios sueños, el autor se fue desvaneciendo poco a poco, dejando tras de sí el eco de sus pasos errantes de un lugar a otro.
La historia, sin embargo, no podía acabar aquí. Porque, a pesar de las apariencias, Ray era un cineasta que más que abordar o reflejar un tema, lo que hacía era encarnarlo y, por tanto, al lIevarlo consigo a todas partes, es taba condenado fatalmente a expresarlo.
Atendiendo a los testimonios de que hoy disponemos, puede decirse que a partir de 1963 Ray vivió para rodar o que rodó para poder seguir viviendo. Rodó mientras dispuso de los medios técnicos imprescindibles, sin planes definidos, incluso prácticamente sin historia: la única posible era la del propio Rayen su intento de filmar algo desconocido de antemano, capaz de reproducir el ritmo dislocado de sus días.
Dentro de este obsesivo impulso, esas dos acciones esenciales -vivir y rodar- tendían a convertirse en la misma cosa, pero a condición de que una de ellas no llegará a cumplirse del todo, no se agotara artificialmente poniendo en evidencia a la otra. No es extraño, pues, que Ray fuera dejando, sobre todo a su paso por Europa, un reguero de imágenes impresionadas, sin montar, depositadas aquí y allá, en los sitios más dispares. Porque la obra, siempre en trance de realizarse, ya no era discurso o comunicación de un sentido, sino pura exterioridad desplegada hasta el i nfi n ito, interminable; en definitiva, una manera de exorcizar la muerte.
En cualquier caso, esas ficciones primordiales de las que antes hablábamos, nos fueron devueltas a través de la presencia del autor convertido en actor, que hizo de la búsqueda de sí mismo el tema central de sus últimos rodajes. En éstos es evidente que, tal como había hecho en la mayor parte de su carrera dentro de la industria, Ray continuó arriesgándolo todo. Pero cuando, desde cierto punto de vista, nada se tiene porque todo se ha perdido, gastado o derrochado, ¿en qué consiste ese riesgo? Aún recordándolo en algún aspecto, ese riesgo era muy distinto al del cineasta «poseur». Porque a estas alturas, día tras día, bajo la acción implacable del alcohol, Ray había inscrito en su cuerpo, testimonio físico del deterioro y la enfermedad -ese proceso de demolición del que hablaba Scott Fitzgerald-, sus propias ficciones. La imagen de esta condición, que caracteriza a una parte de la escritura contemporánea, no es nueva, al menos fuera del cine: se encuentra, en efecto, en Scott Fitzgerald, en Malcolm Lowry, en Antonin Artaud... Y ¿qué puede hacer el sujeto en cuestión cuando se trata además de un director-actor (es así como le gustaba presentarse a Rayen público últimamente) cuya única justificación personal consiste en rodar? Mostrarse, mostrarse a través de una acción en la que en apariencia hay un poco de todo: exhibicionismo, cierta impudicia inevitable, mezclados con un coraje y una sinceridad esenciales.
Dentro de esta experiencia radical, el autor, y con él su tema, respiran a través de sus heridas. Y la fisura, que era la marca diferenciadora de su estilo, aparece ahora abierta en su cuerpo, convertido así en un signo expresivo fundamental. Nos encontramos, pues, tan lejos del exhibicionista convencional como de la actitud -más reservada e irónica, pero igualmente cómplice- del poseur). Porque aquí se trata de otra cosa: de un malestar de carácter trágico que no dispone ya de otro modo de objetivarse; es decir, de la encarnación de una forma de destino.
En We Can't Go Home Again «<Nunca volveremos a casa»), bellísimo y revelador título de una obra parcialmente inacabada, en la que trabajó hasta su muerte, Ray incorpora su propio papel: el de Nick, un viejo y famoso director de Hollywood que, después de una tentativa violentamente frustrada de realizar un film sobre el célebre Juicio de Chicago de 1968, sobrevive dando clases en una universidad. La relación que este personaje establece con sus alumnos está vertebrada por el trabajo que llevan a cabo juntos -el rodaje de una película-, suerte de experiencia total donde la vida, como proyecto comunitario, y el cine, como creación colectiva, se pretenden unidos. Se trata, a pesar de las apariencias, de una alianza que, al menos en principio, tiene algo de circunstancial, de pacto entre supervivientes de dos naufragios distintos que por azar han venido a coincidir en una misma isla desierta.
Porque uno de los motivos de esta aventura singular, y que además sirve para entrelazar las visicitudes de sus protagonistas, no es otro que el de la búsqueda de la identidad perdida, como hombre y como cineasta, del sujeto provocador de la acción. Un maestro que se muestra tan confuso como sus jóvenes discípulos, un padre que parece tan perdido como sus propios hijos adoptivos, pero que está dispuesto a arriesgarlo todo para en ontrar no se sabe muy bien qué: una respuesta, una simple señal, acaso el camino que les devuelva a todos ellos a aquel hogar mítico de los orígenes, imagen transparente de la ficción, donde, según cuentan, habitóen tiempos la unidad.
Después de pasar por diversas situaciones críticas, la experiencia desemboca en el fracaso: Nick se cuelga de una viga ante la pasividad de sus alumnos.
Lightning Over Water, rodada en 1979 con la decisiva colaboración de Wim Wenders, supone, en cierto modo, la continuación y el acabamiento de We Can't Go Home Again. La idea que guía la acción de Ray dentro de la película -como él mismo declara públicamente en Vassar, tras la proyección de The Lusty Men- es prácticamente la misma: recuperar la identidad y el respeto de sí mismo, pero esta vez desde la lucidez de conciencia que le proporciona el saber que se halla a punto de morir. Proyecto clásico por excelencia -según el cual, la muerte no es lo que está dado, sino lo que hay que hacer-, que Ray, más fiel que nunca a sus orígenes como artista, desea plantear en términos de ficción dramática: Lightning Over Water, la historia de un pintor de sesenta años, famoso en otro tiempo, enfermo de cáncer, que, en compañía de un amigo afectado por el mismo mal, sueña con navegar hasta las costas de China para buscar allí una planta medicinal de poder legendario, capaz de devolverles la salud perdida.
Esta propuesta es abiertamente cuestionada, en una de las escenas más significativas, por Wenders, cineasta «poseur», obsesionado por el problema del realismo cinematográfico, que ya no cree en las ficciones inocentes, y que de algún modo intuye que el tema de la película es otro. Las palabras que pronuncia «<¿Para qué dar el rodeo de convertir/o en un pintor si lleva tu nombre? ¿Por qué no eres tú mismo y haces peliculas en lugar de cuadros? Eres tu Nick. ¿Por qué ocultar/o?») actuán como una especie de cáncer de la ficción, dando libre curso a las imágenes grabadas en vídeo, que con su «impresión de realidad» -es una valoración del propio Wenders- «contestan» a las filmadas en negativo de color.
La mirada de Wenders, que aparece tan escindida como su disponibilidad vital para con el proyecto (de un lado, Hollywood y la realización de Hammett, un «thriller» de gran presupuesto; de otro, Nueva York y una película familiar, experimental, casi «underground», sobre la agonía de un viejo cineasta olvidado) resulta, no obstante, absolutamente necesaria como elemento básico de una confrontación que se erige en el principal sostén de la obra. Dentro de la misma, Wenders pasa a incorporar el papel del antagonista, es decir, el del discípulo aventajado -capaz no sólo de estructurar un lenguaje, sino de llevar adelante, materialmente, la producción- que, sin embargo, vive la filiación como un conflicto; tema éste que, no por casualidad, ocupa un lugar central dentro de la filmografía de Ray. De ahí que la frustración que comporta esta experiencia límite, al margen de los juicios de valor que pueda merecer, además de constituir un testimonio irrepetible, no se halle desprovista de sentido, sino todo lo contrario. En cualquier caso, a partir de un determinado momento, esa confrontación sólo puede resolverse de una manera, y la suerte de Lightning Over Water está echada, fluye hacía su desenlace natural: la muerte del sujeto protagonista. Ray no ha podido llevar a cabo su proyecto de tener una muerte propia. Pero su exigencia radical en medio de la confusión y el desamparo, lo convierten en un poderoso reclamo de autenticidad, en una afirmación de la vida en la muerte; «Sólo el fracaso -escribió Sartre- al detener como una pantalla la serie infinita de sus proyectos, devuelve al hombre a sí mismo, en su pureza.»
El díscipulo y antagonista se nos puede aparecer ahora bajo una luz nueva, como figura ejecutara del destino, cuya principal misión, ingnorada por él mismo, quizás ha consistido, sobre todo, en devolver al maestro a su soledad esencial de tal modo que agotando su ciclo vital pronucie el definitivo Cut!
La aventura se ha consumado. El cuerpo de Rayes un puñado de cenizas encerradas simbólicamente en una vasija, depositadas, junto con una cámara y una moviola, en la cubierta de un junco que navega por el río Hudson hacia el mar. En la bodega, un grupo de personas, circunstanciales compañeros en el último tramo de esa aventura, celebran un rito funerario: cruzan entre sí, un poco compulsivamente, diálogos, brindis y risas, satisfechos, como todo superviviente, de reencontrar los aspectos más banales y cotidianos de la vida. La imagen del junco, se detiene; entonces, en sobreimpresión, aparece la escritura temblorosa de Ray.
Mientras Ray vivía, sus palabras le pertenecían absolutamente; muerto, se ha convertido en un patrimonio común, y Wenders se siente naturalmente legitimado para utilizarlas en un gesto cuyo efecto es doble. Resulta difícil no evocar aquí la frase, inolvidable, que Richard Burton pronunciaba en el desierto de Bitter Victory: «¡Mato a los vivos y salvo a los muertos!» Porque Ray vivo era un conflicto dramatico, una tentativa postrera de reescribir los propios orígenes' de transformar el recuerdo en un acto útil y la duración en un tiempo significativo; es decir, un movimiento desplegado ante los ojos de la sociedad, carente aún de la unidad y el sentido que sólo le podía otorgar la muerte.
Treinta y dos años antes, en las últimas imágenes de They Live by Night. primera película de Ray, Keechie leía la carta que Bowie le había escrito antes de morir. En Lightning Over Water no se trata de una carta, sino de un fragmento del diario íntimo de Ray, una especie de mensaje de náufrago dirigido a todos y a nadie, pero que permite, dentro de sus diferencias, establecer un cierto paralelismo entre los finales de ambas obras. Las de Bowie en They Live by Night eran palabras de vida, que afirmaban su amor invocando el futuro «<Enviaré a por ti y a por el niño. Aunque me vaya. tú estarás conmigo toda la vida...»); las de Rayen Lightning Over Water surgen como un rechazo del presente. están volcadas hacia un pasado no cifrado, intemporal. Situado por primera vez fuera del campo visual, Wenders las lee a modo de oración póstuma: «Me miré a la cara y ¿qué vi? No vi una identidad de granito: piel caída. azulada. labios arrugados. Y tristeza. y un urgente impulso de reconocer y aceptar la cara de mi madre.» Ese rostro marcado por el signo de la enfermedad mortal y el paso de los días, en el que apenas es posible distinguir ya un solo rasgo de la propia identidad, se vuelve hacia el de una figura primordial, mediadora entre la oscuridad de la que el hombre procede y el mundo, como anhelo de una unidad que jamás se pudo conquistar. Expresión de una intensa nostalgia de los orígenes, esas palabras son al mismo tiempo el síntoma y la consecuencia de un fracaso. Pero de un fracaso que por la naturaleza del empeño que hay detrás -la búsqueda de una imposible solidaridad-, nos pertenece a todos. A través de él, una forma de destino se cumple definitivamente. De las cenizas de esta pasión, surge la obra de Nicholas Ray convertida en ejemplo de carácter universal: espejo en el que todos nos podemos reconocer, mito poético donde el cine y la vida aparecen por fin fraternalmente unidos.

Tiempo de Crisis

Los años de la Segunda Guerra Mundial fueron de gran prosperidad para el cine norteamericano. Desde principios de 1942, el país había concentrado todas sus energías en el objetivo de ganar la guerra, incrementando al máximo su capacidad de producción y reduciendo sus índices de consumo. La vida social, especialmente en todo lo que al ocio se refiere, se vio afectada por una serie de restricciones que, sin embargo, beneficiaron indirectamente al cine de una manera considerable. Los éxitos económicos de las empresas cinematográficas alcanzaron en este periodo sus cotas más altas. En las grandes ciudades, muchos locales permanecían abiertos noche y día mediante el empleo de tres equipos distintos de proyeccionistas. Pudo así decirse, sin demasiada exageración, que la mayoría de los norteamericanos no movilizados esperaron la victoria en el interior de las salas oscuras, viendo películas. El fin de la contienda abrió un tiempo de conflictos internos que eran el resultado de los cambios sustanciales que la Segunda Guerra Mundial había introducido en el seno de la sociedad norteamericana. Este proceso, de carácter político conservador, tras liquidar los últimos impulsos reformistas del «New Deal», logró adquirir, al amparo de la reconversión económica y el surgimiento de la guerra fría, un arraigo cada vez mayor dentro de las instituciones del Estado. La industria del cine no fue excepción, y se vio hondamente afectada por dichas circunstancias. Cuando en febrero de 1947 Nicholas Ray firmó con la R.K.O. su primer contrato como director, Hollywood emprendía, en medio de una serie de conflictos de dimensiones extraordinarias, un largo e irreversible proceso de transformación de sus estructuras tradicionales. De la noche a la mañana, obligado a afrontar las consecuencias de la aplicación de la ley antimonopolios, y la competencia de la televisión, el cine norteamericano había dejado de ser una industria en expansión.
La crisis era también de libertad. En mayo de ese mismo año, varios investigadores del Comité de Actividades Antiamericanas llegaron a Hollywood. Con la colaboración de algunos representantes del sector ideoló- .
gicamente más conservador de los profesionales, confeccionaron la primera lista de sospechosos de «antiamericanismo». Se iniciaba así, dentro del cine, la tristemente célebre «caza de brujas», dirigida por el senador Joseph McCarthy, que con sus secuelas de pánico, delación y exilio dividió profundamente a la comunidad de Hollywood. Para comprender un poco las graves consecuencias que este hecho originó, basta observar la frecuencia con que, a partir de ese momento, bajo formas diversas, las películas reflejaron (muchas de las dirigidas por Ray lo hicieron de una manera significativa) el fenómeno de la traición.
Ese tiempo tan conflictivo era igualmente el de los comienzos de una revolución estética cuyos ejemplos estaban a la vista. Así, en 1947, en los platós de la R.K.O. todavía resonaba el eco de la voz del extraordinario personaje al que, justamente siete años atrás,. un joven director importado de Nueva York, con la aureola de genio, procedente -al igual que Ray- del mundo del teatro, había dedicado su primera y, por muchos conceptos, excepcional, película. El director se llamaba Orson Welles y la película Citizen Kane.
En la historia del cine norteamericano, que al final de la década de los treinta había llegado a la plenitud de su estilo clásico, Citizen Kane, al estrenarse en abril de 1941, trazó para siempre una nueva frontera. A pesar de surgir bajo auspicios nada favorables (en general, los profesionales de Hollywood habían acogido a Welles con una mezcla de recelo, envidia y desprecio), Citizen Kane se impuso de forma rotunda como obra de creación personalísima y renovadora, original y vigorosa síntesis entre algunas de las más importantes aportaciones del sonoro y determinados elementos propios de la estética del mudo (el tratamiento expresionista -inspirado en Murnau- del espacio; cierta idea -heredada de Eisenstein- del montaje). que, junto a un empleo y desarrollo extraordinarios de la profundidad de campo, suponía una concepción distinta del relato en imágenes y, lo que es igualmente importante, una nueva manera de entender la relación con el espectador. A diferencia del cine clásico y, más específicamente, del sistema de géneros imperante en Horlywood en ese momento, Citizen Kane ofrecía, dentro de un relato no lineal, una serie de formas polisémicas cuyo significado último debía ser elaborado por el espectador. En este caso no se trataba ya, hablando en términos convencionales, de expresar una verdad conocida de antemano (y que el guión acostumbra a reflejar puntualmente). sino de hacerla brotar entre las imágenes; en definitiva, de revelarla. Esta característica, fundamental por tantos conceptos, iba a constituir, al amparo de las experiencias de Jean Renoir y Orson Welles, y a raíz de la aparición de determinadas películas de Rossellini, uno de los rasgos esenciales, diferenciadores, de lo que al final de los años cincuenta se conocería como cine moderno. Citizen Kane -al igual que lo que sucedió en Francia, en 1939, con otra película absolutamente innovadora, La Regle du jeu, de Renoir- fue un fracaso comercial. La obra de Welles solicitaba una especial participación del público, y éste no se la dio, al menos de cara a la taquilla, de una manera suficiente, capaz de prolongar la experiencia. Pero lo más importante estaba hecho. El tiempo puso de manifiesto enseguida que Orson Welles no era un caso aislado, surgido por azar, sino, en realidad, el adelantado y vigoroso representante -el más audaz y desmesurado también- de una nueva sensibilidad que, con un talante distinto, trataba de reflejar la crisis de un mundo de valores considerados hasta entonces como intocables. Por eso, la influencia de su obra en los hombres de su generación que le siguieron, con los. que mantenía ideas y sentimientos afines, fue muy grande. Nicholas Ray lo reconoció públicamente, al poco de llegar a Hollywood, de esta forma rotunda: «Welles es un gran hombre de teatro y un gran director, quizá uno de los más importantes de la historia del cine. Nosotros, los principiantes, nunca le agradeceremos bastante el haber abierto tantos caminos nuevos. Y que nadie ose decir lo contrario.»
En cualquier caso, en 1947, por lo que a la industria se refiere, la suerte de Welles estaba echada. Las películas que, con una libertad cada vez más recortada, había realizado a continuación de Citizen Kane, a pesar de la excepcional calidad de algunas de ellas, no corrieron mejor suerte. Y así, en ese mismo año, en un plató abandonado de la Republic, rodando con un presupuesto modestísimo una
adalptación de Macbeth, se hallaba a punto de cerrar el primer capítulo de su experiencia en Hollywood. Después, haría sus maletas y, emprendiendo el camino del exilio, se marcharía a Europa. En el viejo continente, la convulsión, llena de horror, de la Segunda Guerra Mundial, había dejado por todas partes gravísimas secuelas. Una cierta idea del mundo se derrumbó para siempre. De ahí que fueran muchas las personas que, en mayor o menor grado, sintieron la necesídad de indagar en las causas y los efectos de la tragedia que acababan de sufrir. Dentro del cine, el surgimiento en Italia de la experiencia del Neorrealismo constituyó una de las pruebas más evidentes de esta necesidad colectiva.
En 1946, una año después de la revelación de Roma, citta aperta -obra de encrucijada y, a la vez, fundacional-, Roberto Rossellini había rodado una película decisiva: Paisa. A través de una estructura fragmentaria, que respondía sin embargo a una férrea unidad de concepción, en la cual contaban ante todo los hechos y su resonancia, Paisa expresaba con una excepcional capacidad de síntesis, la lucha del pueblo italiano por su liberación.
Tanto el tema como la necesidad de someter la fícción dramática a los datos más inmediatos de la realidad, no eran nuevos; fruto del tiempo histórico de la posguerra, estaban presentes en la labor de una buena parte de los guionistas y directores italianos del momento. Lo que distinguía a RosselIini del resto, se situaba más allálas apariencias; era, sobre todo, forma, el método, la mirada personal. A diferencia, por ejemplo, de Sciuscia (El limpiabotas), de Víttorio Sica, rodada en la misma fecha, Pa mostraba un sentido de la emoc que nunca daba pie al sentimenta mo, sino que, por el contrario, llevé inmediatamente a la reflexión. En Paisa, como sucedía en Citizen Kane, y a pesar de las acusadas difen cias estilísticas existentes entre ambas, era el espectador quien de dotar al conjunto de las imágenes su último significado.
Salvo excepciones, la crítica italié tardó en admitir la importancia estas obras de Rossellini; lo hizo ! lamente después de su estreno
París, influida sin duda por la en' siasta acogida que allí recibieron, ¡ ro, en el fondo, sin llegar a comprE der del todo el sentido y el alcance sus innovaciones, como el tiempo encargaría de demostrar. En cualqu caso, Paisa significaba un puntc aparte, un nuevo cauce a través ( cual iba a discurrir una manera disti ta de entender el realismo cinematográfico.
En medio de esta encrucijada histórica, a comienzos del verano de 194 al otro lado del océano, en Hall wood, un director de treinta y cin. años iniciaba el rodaje de una pelíc la -su primera película-, que había preparado con enorme ilusión durante más de un año: Your Red Wagon, adaptación de la novela de Edward Anderson Thieves Like Us, que luego se titularía definitivamente They Uve by Night. Este director era Nicholas Ray.
La imagen inicial de They Live by Night -que surge, curiosamente, antes del genérico, cosa poco habitual en la época- nos presenta a sus dos jóvenes protagonistas, Bowie y Keechie, captados en un momento de intimidad, mientras un rótulo advierte, como un auténtico enunciado, que «nunca fueron verdaderamente introducidos en el mundo en que vivimos...» A continuación, los dos levantan la cabeza y, durante unos instantes, en silencio, dirigen su vista a la cámara: nos miran. Este gesto inesperado, que puede pasar- casi desapercibido, es una señal inequívoca de que nos encontramos ante una película distinta. Naturalmente no era la primera vez que, dentro del cine norteamericano, los actores dirigían su mirada (incluso su palabra, como sucedía con alguna frecuencia en las comedias) al objetivo de la cámara. Lo que separaba la de Bowie y Keechie de las otras era no solamente la forma en que se producía, sino, sobre todo, su carácter; es decir, el hecho de ser una mirada que no buscaba la menor complicidad, sino justamente lo contrario: poner en evidencia al espectador, revelarlo, delatarlo incluso, quién sabe si, entre otras cosas, para desplazarlo un poco de la cómoda pasividad a la que por inercia, nada más sentarse en la butaca, estaba dispuesto.
El caso es que la contemplación del desarrollo dramático completo de They Live by Night ampliaba esta impresión inicial, confirmando que entre la ficción presente en la pantalla y el espectador, Nicholas Ray había abierto una fisura. Una fisura que, con el tiempo, a medida que las obras se sucedían, iba a agrandarse hasta constituir la imagen más acabada y sugerente de su estilo, o lo que es igual, de su condición de cineasta desgarrado entre el clasicismo y la modernidad: pero ésta es una cuestión que habrá que dejar para otro momento. Importa ahora subrayar que en They Uve by Night cumplía una función poética esencial: la de trazar en el aire una frontera tan invisible como auténtica.
De una forma sumaria, pero muy justificada, se puede decir que a un lado de esa línea divisoria quedaban, completamente solos, Bowie y Keechie; y al otro, todos los demás: los representantes de la ley, el orden, el dinero y la moral, típicos antagonistas, pero también -rasgo de singularidad en relación al tradicional filme de «gangsters»- los personajes que, aun marginados socialmente hacían del delito una profesión (Chickamaw, T-Dub), participando de la misma ambición y violencia de sus perseguidores, con los que ocasionalmente podían llegar a colaborar. Dos territorios distintos quedaban asi claramente delineados: uno de exilio radical, sobre el que había caído la maldición de una noche casi perpetua, a la vez cárcel y refugio interior de los jóvenes amantes; el otro diurno, tan convencional como el mundo al que hacía referencia el rótulo del principio y en el que estábamos también incluidos nosotros mismos -nuevo y extraordinario rasgo de singularidad que la «mise en scene» revelaba-, espectadores del drama más o menos cómplices, al fin y al cabo. La evidencia de esta condición esencialmente ambigua del público -en la que cierto número de cineastas han insistido particularmente en las tres últimas décadas- era una prueba más de la modernidad de They Live by Night. Desde sus orígenes, uno de los objetivos fundamentales de la narración clásica fue borrar el trabajo de la enunciación, hacerla invisible. Puede decirse que su lenguaje se forjó, paso a paso, en esa búsqueda constante, y que al final de los años treinta había alcanzado la plenitud de su logro. Las ficciones primordiales que engendró, repletas de figuras retóricas, estructuradas hasta límites inimaginables, cristalizaron en el denominado «cine de géneros», fórmula creadora verdaderamente feliz, que hizo vivir a Hollywood sus años más dorados.
La nueva época que inauguró el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuestionó su razón, revelando sus limitaciones, e incluso, por motivos diversos, su tradicional poder de convocatoria. No es extraño, por tanto, que desde su primera obra, guiado por su intuición personal, con una claridad y firmeza insólitas (derivadas, en parte, de las excelentes condiciones de libertad que obtuvo en esta ocasión, y que resultaron excepcionales en su carrera), Nicholas Ray iniciara una tarea que, en algunos aspectos, se distanciaba de la del cineasta clásico: someter a la enunciación y sus figuras a la prueba de la realidad.
Su efecto más inmediato y visible fue esa fisura de la que antes hablábamos, que surgía no sólo en la relación con el espectador, sino también en el trazado de los personajes, en su dramático desenlace (radicalmente opuesto al habitual «happy end»), y, sobre todo, en la construcción del relato, hecha a base de audaces elipsis, a través de las cuales la violencia aparecía despojada de su retórica legendaria.
En They Live by Night la narración se fragmentaba, perdía a través de esa fisura una parte de su expresión clásica, pero para filtrar una forma y una verdad distintas, reflejo fiel de la angustia contemporánea de vivir, que con una renovadora capacidad de emoción -de una rara intensidadponía de manifiesto que la voz de Ray era, ante todo, la de un poeta. Y poeta es aquél que, entre otras cosas, tiene conciencia de su fatalidad; de ahí que la aventura de Bowie y Keechie se planteara y resolviera -hora es ya de decirlo- en términos de tragedia. En este sentido, They Live by Night constituye, además de una película personalísima -estamos ante un director que tiende a darse por entero en cada imagen que filma-, una de las más premonitoras.
Niños heridos por la vida, adolescentes que han sobrevivido a duras penas a la quiebra de sus hogares -experiencia especialmente traumática para Bowie, que vio morir a su padre en una pelea, a manos del amante de su madre-, Bowie y Keechie son dos extranjeros.
Bowie ha permanecido en la cárcel de los dieciséis a los veintitrés años, a consecuencia de un veredicto injusto. Al fugarse en compañía de Chickamaw y T-Dub, dos veteranos delincuentes, una de sus esperanzas es encontrar un abogado que le ayude a revisar su sentencia. Pero, antes que la ley, será Keechie quien, en una dimensión mucho más profunda, le redima. En un ambiente deprimido y sórdido, producto de la marginación, Keechie (inolvidable Cathy O'Donnell) es una criatura solitaria, instintiva -casi una niña en algunos aspectos-, que ha vivido siempre lejos de las ciudades, y que milagrosamente ha mantenido una suerte de integridad personal, de primitiva inocencia. Una condición que le hace sentir el amor hacia el otro como algo absoluto.
El mito del primer amor como renovación del mundo -ya que es el único que puede restituir a los seres a sus perdidos orígenes- recorrerá, con un acento esencialmente romántico, la obra de Ray desde su primer título. Porque es el amor quien une a Bowie y Keechie en un instante, es decir, justo en el tiempo que dura el cruce de sus miradas, liberándoles de la soledad, revelando sus respectivas identidades. Keechie se observa en un espejo y, soltando sus cabellos que hasta entonces ha llevado siempre recogidos, se descubre como mujer por vez primera; Ray nos ofrece a continuación -bellísimo efecto de montaje- la imagen del viento agitando en el exterior la fronda de los árboles. ¿Hace falta un ejemplo más expresivo de este apasionado impulso?
A partir de ese momento, empieza para Bowie y Keechie a contar verdaderamente el tiempo -incluso en sentido literal, ya que se regalan el uno al otro un reloj-, que se regirá siempre por una medida distinta a la de los demás. Convertidos en ejemplares únicos, su aventura devendráfábula real, destino. La intensidad de sus sentimientos les marginará aún más. Su boda nocturna, que se produce espontáneamente en el transcurso de una parada que hace el autobús en el que viajan, muestra de manera inapelable la separación radical que existe entre ellos y el mundo. El ambiente del lugar y de los personajes (el juez Hawkins, los testigos), extremadamente sórdidos en su rutina, no son un obstáculo insalvable para la ilusión, apenas contenida, de los dos jóvenes, capaz de contagiar un sentido, frágil y efímero, a la desgastada ceremonia. Sin embargo, lo sabemos bien, la suerte de Bowie y Keechie está echada. Nos lo repite, como en una especie de oráculo, en el interior de su oficina -ese espacio donde parecen manejarse los hilos de la trama- el inspector encargado de su persecución: «Están rodeados por millones de personas. Una de ellas les delatará... Llaman a una puerta... El corazón les da un vuelco... Un corazón no resiste mucho...» Fruto del corazón es, a pesar de todo, el hijo que ambos conciben. Cuando Keechie anuncia a Bowie su embarazo, éste regresa de acompañar a Chickamaw y T-Dub en el último atraco. La tensión del momento -que se agudiza por la interrupción súbita del encargado del motel y un fontanero- hace que los dos acojan la noticia conflictivamente, sin alegría. Es más tarde, en la soledad de la carretera, forzados a huir de un lado a otro, cuando asumimos la venida del niño: «Sí, que nazca -dice Bowiey se arriesgue como nosotros.»
En una fugaz tregua a la luz del día, Bowie y Keechie observan la vida que discurre a su alrededor con una mirada a través de la cual el mundo se revela con una frescura infantil y terrible. Paseando por un parque, al ver cómo las gentes entretienen su ocio, Bowie dice a Keechie: «Míralos: ¿verdad que hacen cosas raras?» En estas escenas, de un tono cercano al neorrealista, el arte de Ray consigue, de una forma extraordinariamente sencilla, que experimentemos de pronto esa porción de absurdo que subyace en algunos de nuestros gestos cotidianos más banales. No contemplamos grandes acciones ni escuchamos un diálogo ingenioso, pero, de inmediato, nos sentimos concernidos: la transparencia se ha producido, del sentimiento hemos sido llevados a la reflexión.
Y ¿quiénes son en They Live by Night los otros? Ya lo hemos anticipado: todos, todos y ninguno. Figuras del destino encargadas, en unos casos, de repetir el enunciado de la historia; de hacer, en otros, que funcione el implacable mecanismo de la fatalidad. En cualquier caso, todos ellos forman una reunión de espectros. ¿Qué otra cosa es, en definitiva, la escena en la que Mattie acude a la comisaría para delatar a Bowie: ese intercambio de contratos, humillaciones y culpas que se produce ante la muda presencia del marido a quien desea devolver la libertad? El universo entero aparece transfigurado. Las cárceles son reales -Bowie ha estado en una de ellas-, pero ¿lo son también las leyes? Esta es la pregunta que se harán muchos personajes de Ray.

Entre el hombre y aquello que toca hay una zona de irrealidad: el mal. Pero no se trata aquí de un mal de características exci usivamente sociales -señaladas oportunamente a lo largo del relato-, sino que al mismo tiempo surge, en una dimensión más amplia, como reflejo de una caída y una culpa míticas; es decir, como una suerte de desgracia primordial engendrada por la pérdida de la inocencia, la ambición, la cobardía o el simple envejecimiento.
Por eso mismo, es posible ver a Mattie, la mujer que traiciona por amor -más bien por miedo a la soledad, porque nada en la imagen lo prueba- como el contratipo de Keechie y, a la vez, como su prolongación: una Keechie de ilusiones deterioradas, resentida, a la que el tiempo ha marcado con un trazo amargo.
Similar dimensión alcanza, en este sentido, el cínico juez Hawkins, a quien Bowie recurre, en última instancia, con la esperanza de hallar una salida. Pero el juez -una figura que parece extraída del infierno sartriano- se la niega radicalmente, ya que ni el dinero puede comprarla. El diálogo entre ambos, que cierra la escena, no puede ser más explícito: «Entonces» -pregunta Bowie- «¿no hay salvación?» «No hay salvación.» «¿Ni esperanza?» «Ni siquiera eso», responde el juez.
El objeto de esta trama inexorable es hacer que el ciclo trágico se complete; devolver a Bowie a sí mismo cerrándole el camino, obligarle a salir de su condición: es entonces cuando decide separarse de Keechie para no perjudicarla más, y huir solo. Mientras ella, ignorante de todo, duerme, Bowie le escribe una carta de despedida, en la que le expresa su amor. Así, despojado de los últimos rasgos egoístas de su adolescencia, Bowie aparece listo para la partida; su vida se ha transformado, definitivamente, en destino.
Con la carta en la mano, seguido por el punto de mira de las armas -apenas vemos las siluetas de los hombres que las empuñan-, Bowie se acerca al «bungalow» donde está Keechie, y a través de la ventana, observa su sueño. Los reflectores de la policía se encienden en ese momento, iluminando bruscamente la escena. Bowie se vuelve, da unos pasos, y trata de sacar su revólver inútilmente: una lluvia de disparos le abate.
Arrancada violentamente del sueño, Keechie sale corriendo del bungalow, y se inclina sobre el cuerpo sin vida de Bowie; de la tierra regada por su sangre, recoge la carta. La cámara -en uno de los planos más bellos que Ray filmó nunca- encuadra únicamente el rostro de Keechie, que gira sobre sí misma ocultándolo a la mirada de los otros -sombras a las que no volveremos a ver-, y nos lo ofrece durante unos instantes, transfigurado por la emoción. Brilla, de pronto., una luz súbita y repentina, como un relámpago; vemos y oímos entonces lo que esa noche celosamente velaba: las últimas palabras de Bowie («...Aunque me vaya, tú estarás conmigo toda la vida...»), en la voz de Keechie. Luego, poco a poco, la luz se desvanece sobre su rostro. En este punto, lo real, con su cortejo de espectros, ha sido completamente evacuado. Selladas por la muerte, las palabras de Bowie constituyen una afirmación de la vida incluso en el fracaso; se han convertido en una impugnación del universo y, a la vez, en su apropiación.
Consumado el ciclo trágico, el hombre es devuelto a la oscuridad primordial, a ese tiempo sin cifras, ilimitado, que contiene la semilla del mundo: mito, impulso esencial que aquí conduce a Bowie a una suerte de fusión lírica con ese niño -su propio hijoque guarda el vientre de Keechie, y al que evoca en su última carta. La poesía de Ray brota bruscamente de esta visión, a imagen y semejanza de esta condición, trágica, suspendida entre dos tiempos distintos; en la frontera del mundo, dentro y fuera de él simultáneamente, para así revelarlo. Se trata de una poesía del destino, que recorrerá la totalidad de su obra cinematográfica, y que en They Live by Night aparece expresada ya de una forma nítida, en unos términos que nos recuerdan esta frase de Heráclito: «Difícil es combatir con el corazón: pues lo que se desea se paga con la vida.»


Los textos de arrriba y los siguientes son fragmentos de: Erice, Víctor y Oliver, Jos, Nicholas Ray y su tiempo, Filmoteca Española, Madrid, 1986
Imagen
Datos del Ripeo
@@ Vídeo:

Ripeo 720p realizado a partir de la edición en Bluray. Imagen que luce muy bien en pantalla y que se deja toquetear asi que he podido sacarle partido y las casi tres horas de duración llevarlas a un tamaño muy manejable. Como siempre decimos cada vídeo tiene su propia naturaleza y al igual que otros 720p de tres horas requieren 10 Gb aquí con 4 Gb es suficiente, incluso dándole algún toque de aderezo casero.
@@ Audios:

Audio DTS inglés pasado a AC3 como en otras ocasiones. Doblaje sincronizado para este ripeo ya que el que teníamos compartido para la edición en DVD a pesar de ir a 23.976 pues no iba bien. Os dejo la ficha del citado doblaje.
@@ Subtítulos:

Dentro del mkv van subtítulos en castellano, y en inglés.
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Datos Técnicos

Código: Seleccionar todo

General
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Re: King of Kings (Nicholas Ray, 1961) BDRip 720p Dual SE

Mensaje por paljoe » 03 Abr 2015 12:59

día que ni pintiparado para renovar copia; esta es magnífica -la única pega que 'cantará' aún más la peluca del prota...-. gracias, dardo.

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Re: King of Kings (Nicholas Ray, 1961) BDRip 720p Dual SE

Mensaje por Zerstorers » 03 Abr 2015 20:32

Ideal para estos dias, gracias Dardo :aplauso:

Saludos :hi:
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Re: King of Kings (Nicholas Ray, 1961) BDRip 720p Dual SE

Mensaje por ethanedwards » 04 Abr 2015 22:49

Excelente aporte. La mejor película norteamericana sobre la figura de Cristo. Excelente Jeffrey Hunter, cuya muerte fue demasiado temprana

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Re: King of Kings (Nicholas Ray, 1961) BDRip 720p Dual SE

Mensaje por Monsieur Lange » 18 Jul 2015 14:02

Por enésima vez, muchas gracias dardo :drinks:
"Esos chicos …/… hablando de los años veinte a veinticinco, revolviendo unos con otros como si todos fuesen unos .../… como si hubieran sido todos de la misma tertulia"
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Re: King of Kings (Nicholas Ray, 1961) BDRip 720p Dual SE

Mensaje por tonapar1 » 26 Ago 2015 17:20

Muchas gracias por el ripeo, dardo. Un saludo

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adelon
 
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Re: King of Kings (Nicholas Ray, 1961) BDRip 720p Dual SE

Mensaje por adelon » 09 Abr 2020 20:25

Muchas gracias. Renovando copia. Saludos.

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