Premio Nobel de Literatura 2015. ¿Hacemos un porra?

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cholo
 
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Re: Premio Nobel de Literatura 2015. ¿Hacemos un porra?

Mensaje por cholo » 09 Oct 2015 18:05

Hola, jail. No he leído todavía a esta autora, por lo que no puedo emitir ningún juicio al respecto (ni lo he hecho). Me limité a señalar algunas de sus declaraciones, pues ella misma califica de "enfermedad crónica" el comunismo, refiriéndose al sistema soviético, sistema que en todo caso surgió como respuesta a eso otro que ella no califica de "enfermedad crónica", el capitalismo, que había llevado al mundo a la guerra mundial en el 14, y que volvería a llevarlo en el 39 (Hitler es buen pretexto) y sucesivamente a azotarlo con guerras "menores", y que tras la caída del muro hundió en la miseria a millones de personas en Rusia, hechos objetivos que pueden señalarse sin necesidad de ser comunista, como personalmente es mi caso (no creo que me hubiese gustado ser súbdito de la URSS). Lo que yo apuntaba, y me mantengo en mis trece, es que en la actualidad alinearse con la corriente de pensamiento dominante es condición indispensable para ser laureado.
Cordial saludo

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Palahniuk
 
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Re: Premio Nobel de Literatura 2015. ¿Hacemos un porra?

Mensaje por Palahniuk » 09 Oct 2015 18:23

cholo escribió:No la he leído, pero lo haré empezando por su Voces de Chernóbil. Constatable una vez más, en todo caso, que la Academia premia con una orientación ideológica claramnte definida, pues últimamente se resaltan las obras de los críticos con las dictaduras del este, sus crímenes y abusos pero se silencian las voces críticas con los abusos y crímenes del capitalismo liberal. La imgen ofrecida por la literatura (de culto) más promocionada es entonces la de un mundo que ha superado el mayor horror al que se ha enfrentado, según esa visión, el comunismo, mientras se oculta la imagen, más actual, de los horrores que el mundo continúa sufriendo, y que ya nada tienen que ver con el comunismo. Yo echo en falta un mayor equilibrio en estos premios.
Cordial saludo
Si que es verdad que apenas se ha premiado a nadie que denuncie los abusos del mundo actual (bueno, Dario Fo si la memoria no me falla)
Y es una pena.

P.s: Con los comentarios de Molist y Txiki, poco puedo añadir.
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iuliano
 
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Re: Premio Nobel de Literatura 2015. ¿Hacemos un porra?

Mensaje por iuliano » 09 Oct 2015 18:32

Fo, Saramago y Pinter son voces críticas desde la izquierda
desde la derecha no hay porque la oficial pasa toda por el aro
(si defiendes la soberanía nacional de tu país eres un fascista para los capos del NWO)
lo peor de todo es ver encumbrado a un autor tan pesado y pelotillero como Vargas-Llosa
(encumbrado por "El País")
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iuliano
 
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Re: Premio Nobel de Literatura 2015. ¿Hacemos un porra?

Mensaje por iuliano » 11 Oct 2015 19:41

las declaraciones de esta señora que saca hoy el grupo PRISA
dejan claro por qué le dieron el Nobel
todo es política y Rusia es la mala de la película
fuera zarista, comunista o ahora putinista
nada, estamos a los pies de los americanos
qué vergüenza y qué lamentable esta Europa
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TXIKI
 
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Re: Premio Nobel de Literatura 2015. ¿Hacemos un porra?

Mensaje por TXIKI » 11 Oct 2015 21:14

iuliano escribió:las declaraciones de esta señora que saca hoy el grupo PRISA
dejan claro por qué le dieron el Nobel
todo es política y Rusia es la mala de la película
fuera zarista, comunista o ahora putinista
nada, estamos a los pies de los americanos
qué vergüenza y qué lamentable esta Europa
Por eso yo no creo que la lea.
Hoy en día las derechas tienen todo el poder, es una pena pero es así.

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Re: Premio Nobel de Literatura 2015. ¿Hacemos un porra?

Mensaje por jail » 14 Oct 2015 00:12

cholo escribió:Hola, jail. No he leído todavía a esta autora, por lo que no puedo emitir ningún juicio al respecto (ni lo he hecho). Me limité a señalar algunas de sus declaraciones, pues ella misma califica de "enfermedad crónica" el comunismo, refiriéndose al sistema soviético, sistema que en todo caso surgió como respuesta a eso otro que ella no califica de "enfermedad crónica", el capitalismo, que había llevado al mundo a la guerra mundial en el 14, y que volvería a llevarlo en el 39 (Hitler es buen pretexto) y sucesivamente a azotarlo con guerras "menores", y que tras la caída del muro hundió en la miseria a millones de personas en Rusia, hechos objetivos que pueden señalarse sin necesidad de ser comunista, como personalmente es mi caso (no creo que me hubiese gustado ser súbdito de la URSS). Lo que yo apuntaba, y me mantengo en mis trece, es que en la actualidad alinearse con la corriente de pensamiento dominante es condición indispensable para ser laureado.
Cordial saludo
Hola, cholo, compañero. Estoy empezando con la lectura de Voces de Chernóbil, y de momento me confirma lo que se deduce de la lectura de las reseñas de la fundación Nobel y otras como la de El país. No encuentro nada especialmente remarcable de críticas anti-el_sistema_que_sea, sino, simplemente, una obra dedicada a escudriñar el alma humana, al ser humano inmerso en problemas que lo sobrepasan, pero que resiste mejor que cualquier ejército. Las pruebas a las que es sometido lo engrandecen. Esta mujer habla de ellos y de sus sentimientos, da fe, en una especie de crónicas, de los hechos y de las actitudes. No hay capitalistas ni comunistas, aunque alguna vez, y de pasada se hable de ellos.
Pongo unos pocos fragmentos que ayudarán a entender por donde van los tiros.


UNA SOLITARIA VOZ HUMANA

Me acerqué a él y lo besé.
—Amor mío. Cuánto te quiero.
Y él, que se me pone protestón, y me dice:
—¿Qué te han dicho los médicos? ¡No se me puede abrazar! ¡Ni se me puede besar!
No me dejaban abrazarlo. Pero yo… Yo lo incorporaba, lo sentaba… Le cambiaba las sábanas…
Le ponía el termómetro, se lo quitaba… Le ponía y le quitaba la cuña. Lo aseaba… Me pasaba la
noche a su lado… Vigilando cada uno de sus movimientos, cada suspiro.
Menos mal que fue en el pasillo y no en la sala. La cabeza me empezó a dar vueltas y me agarré a
la repisa de la ventana. En aquel momento pasó por allí un médico, que me sujetó de la mano. Y de
pronto:
—¿Está usted embarazada?
—¡No, no! —Me asusté tanto. Tenía miedo de que alguien nos oyera.
—No me engañe —me dijo en un suspiro.
Me sentí tan perdida que ni se me ocurrió contestarle.
Al día siguiente me dijeron que fuera a ver a la médico jefe.
—¿Por qué me ha engañado? —me preguntó en tono severo.
—No tenía otra salida. Si le hubiera dicho la verdad, ustedes me habrían mandado a casa. ¡Fue una
mentira piadosa!
—Pero ¿es que no ve lo que ha hecho?
—Sí, pero a cambio estoy a su lado…
—¡Criatura! ¡Alma de Dios!
Toda mi vida le estaré agradecida a Anguelina Vasílievna Guskova. ¡Toda mi vida!
También vinieron otras esposas. Pero no las dejaron entrar. Estuvieron conmigo sus madres. A
las madres sí les dejaban pasar. La de Volodia Právik no paraba de rogarle a Dios: «Llévame mejor a
mí».
El profesor estadounidense, el doctor Gale —fue él quien hizo la operación de trasplante de
médula—, me consolaba: hay esperanzas, pocas, pero las hay. ¡Un organismo tan fuerte, un joven tan
fuerte! Llamaron a todos sus parientes. Dos hermanas vinieron de Belarús; un hermano, de
Leningrado, donde hacía el servicio militar. La hermana pequeña, Natasha, de catorce años, lloraba
mucho y tenía miedo. Pero su médula resultó ser la mejor… [Se queda callada.] Ahora puedo
contarlo. Antes no podía. He callado durante diez años… Diez años. [Calla.]
Cuando Vasia se enteró de que le sacarían médula espinal a su hermana menor, se negó en
redondo:
—Prefiero morir. No la toquéis; es pequeña.
La mayor, Liuda, tenía veintiocho y además era enfermera, sabía de qué se trataba: «Lo que haga
falta para que viva», dijo. Yo vi la operación. Estaban echados el uno junto al otro en dos mesas. En el
quirófano había una gran ventana… La operación duró dos horas.
Cuando acabaron, quien se sentía peor era Liuda, más que mi marido; tenía en el pecho dieciocho
inyecciones, y le costó mucho salir de la anestesia. Aún sigue enferma, le han dado la invalidez…
Había sido una muchacha guapa, fuerte… No se ha casado…
Yo iba corriendo de una sala a otra, de verlo a él a visitarla a ella. Él no se encontraba en una sala
normal, sino en una cámara hiperbárica especial, tras una cortina transparente, donde estaba
prohibido entrar. Había unos instrumentos especiales para, sin atravesar la cortina, ponerle las
inyecciones, meterle los catéteres… Y todo con unas ventosas, con unas tenazas, que yo aprendí a
manejar. A extraer de allí… Y llegar hasta él… Junto a su cama había una silla pequeña.
Entonces se empezó a encontrar tan mal que ya no podía separarme de él ni un momento. Me
llamaba constantemente: «Liusia, ¿dónde estás? ¡Liusia!». No paraba de llamarme.
Las otras cámaras hiperbáricas en que se encontraban nuestros muchachos las cuidaban unos
soldados, porque los sanitarios civiles se negaron a ello, pedían unos trajes aislantes. Los soldados
sacaban las cuñas. Limpiaban el suelo; cambiaban las sábanas. Lo hacían todo. ¿De dónde salieron
aquellos soldados? No lo pregunté… Solo existía él. Él… Y cada día oía: «Ha muerto…». «Ha
muerto». «Ha muerto Tischura». «Ha muerto Titenok». «Ha muerto». Como martillazos en la sien.
Hacía entre veinticinco y treinta deposiciones al día. Con sangre y mucosidad. La piel se le
empezó a resquebrajar por las manos, por los pies. Todo su cuerpo se cubrió de forúnculos. Cuando
movía la cabeza sobre la almohada, se le quedaban mechones de pelo. Y todo eso lo sentía tan mío.
Tan querido… Yo intentaba bromear:
—Hasta es más cómodo. No te hará falta peine.
Poco después les cortaron el pelo a todos. A él lo afeité yo misma. Quería hacerlo todo yo.
Si lo hubiera podido resistir físicamente, me hubiera quedado las veinticuatro horas a su lado. Me
daba pena perderme cada minuto. Un minuto, y así y todo me dolía perderlo… [Calla largo rato.]
Vino mi hermano y se asustó:
—No te dejaré volver allí. —Y mi padre que le dice:
—¿A esta no la vas a dejar? ¡Si es capaz de entrar por la ventana! ¡O por la escalera de incendios!
Un día, me voy…, regreso y sobre la mesa tiene una naranja… Grande, no amarilla, sino rosada.
Él sonríe:
—Me la han regalado. Quédatela. —Pero la enfermera me hace señas a través de la cortina de que
la naranja no se puede comer. En cuanto algo permanece a su lado un tiempo, no es que no se pueda
comer, es que hasta tocarlo da miedo—. Venga, cómetela —me pide—. Si a ti te gustan las naranjas.
—Cojo la naranja con una mano. Y él, entretanto, cierra los ojos y se queda dormido.
Todo el rato le ponían inyecciones para que durmiera. Narcóticos. La enfermera me mira
horrorizada, como diciendo… ¿Qué será de mí? Yo estaba dispuesta a hacer lo que fuera para que él
no pensara en la muerte… ni sobre lo horrible de su enfermedad, ni que yo le tenía miedo…
Hay un fragmento de una conversación. Lo guardo en la memoria. Alguien intenta convencerme:
—No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un
elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez.
Pero yo estoy como loca: «¡Lo quiero! ¡Lo quiero!». Él dormía y yo le susurraba: «¡Te amo!». Iba
por el patio del hospital: «¡Te amo!». Llevaba el orinal: «¡Te amo!». Recordaba cómo vivíamos antes.
En nuestra residencia… Él se dormía por la noche solo después de cogerme de la mano. Tenía esa
costumbre, mientras dormía, cogerme de la mano… toda la noche.


Aquella mañana enterraban a Vitia Kibenok y a Volodia Právik.
Éramos amigos de Vitia. Dos familias amigas. Un día antes de la explosión nos habíamos
fotografiado juntos en la residencia. ¡Qué guapos se veía a nuestros maridos! Alegres. El último día
de nuestra vida pasada… La época anterior a Chernóbil… ¡Qué felices éramos!
Vuelvo del cementerio, llamo a toda prisa a la enfermera:
—¿Cómo está?
—Ha muerto hará unos quince minutos.
¿Cómo? Si he pasado toda la noche a su lado. ¡Si solo me he ausentado tres horas! Estaba junto a
la ventana y gritaba: «¿Por qué? ¿Por qué?». Miraba al cielo y gritaba… Todo el hotel me oía. Tenían
miedo de acercarse a mí. Pero me recobré y me dije: «¡Lo veré por última vez! ¡Lo iré a ver!». Bajé
rodando las escaleras. Él seguía en la cámara, no se lo habían llevado.
Sus últimas palabras fueron: «¡Liusia! ¡Liusia!». «Se acaba de ir. Ahora mismo vuelve», lo intentó
calmar la enfermera. Él suspiró y se quedó callado…
Ya no me separé de él. Fui con él hasta la tumba. Aunque lo que recuerdo no es el ataúd, sino una
bolsa de polietileno. Aquella bolsa… En la morgue me preguntaron:
—¿Quiere que le enseñemos cómo lo vamos a vestir?
—¡Sí que quiero!
Le pusieron el traje de gala, y le colocaron la visera sobre el pecho. No le pusieron calzado. No
encontraron unos zapatos adecuados, porque se le habían hinchado los pies. En lugar de pies, unas
bombas. También cortaron el uniforme de gala, no se lo pudieron poner.
Tenía el cuerpo entero deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta. En el hospital, los últimos
dos días… Le levantaba la mano y el hueso se le movía, le bailaba, se le había separado la carne… Le
salían por la boca pedacitos de pulmón, de hígado. Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía
la mano con una gasa y la introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro. ¡Es imposible
contar esto! ¡Es imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!… Todo esto tan querido… Tan mío…
Tan… No le cabía ninguna talla de zapatos. Lo colocaron en el ataúd descalzo.
Ante mis ojos. Vestido de gala, lo metieron en una bolsa de plástico y la ataron. Y, ya en esa bolsa,
lo colocaron dentro del ataúd. El ataúd también envuelto en otra bolsa. Un celofán transparente, pero
grueso, como un mantel. Y todo eso lo metieron en un féretro de zinc. Apenas lograron meterlo
dentro. Solo quedó el gorro encima…
Vinieron todos. Sus padres, los míos. Compramos pañuelos negros en Moscú… Nos recibió la
comisión extraordinaria. A todos les decían lo mismo: que no podemos entregaros los cuerpos de
vuestros maridos, no podemos daros a vuestros hijos, son muy radiactivos y serán enterrados en un
cementerio de Moscú de una manera especial. En unos féretros de zinc soldados, bajo unas planchas
de hormigón. Deben ustedes firmarnos estos documentos… Necesitamos su consentimiento. Y si
alguien, indignado, quería llevarse el ataúd a casa, lo convencían de que se trataba de unos héroes,
decían, y ya no pertenecen a su familia. Son personalidades. Y pertenecen al Estado.
Subimos al autobús. Los parientes y unos militares. Un coronel con una radio. Por la radio se oía:
«¡Esperen órdenes! ¡Esperen!». Estuvimos dando vueltas por Moscú unas dos o tres horas, por la
carretera de circunvalación. Luego regresamos de nuevo a Moscú. Y por la radio: «No se puede
entrar en el cementerio. Lo han rodeado los corresponsales extranjeros. Aguarden otro poco». Los
parientes callamos. Mamá lleva el pañuelo negro… yo noto que pierdo el conocimiento.
Me da un ataque de histeria:
—¿Por qué hay que esconder a mi marido? ¿Quién es: un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso
común? ¿A quién enterramos?
Mamá me dice:
—Calma, calma, hija mía. —Y me acaricia la cabeza, me coge de la mano…
El coronel informa por la radio:
—Solicito permiso para dirigirme al cementerio. A la esposa le ha dado un ataque de histeria.
En el cementerio nos rodearon los soldados. Marchábamos bajo escolta, hasta el ataúd. No
dejaron pasar a nadie para despedirse de él. Solo los familiares… Lo cubrieron de tierra en un
instante.
—¡Rápido, más deprisa! —ordenaba un oficial. Ni siquiera nos dejaron abrazar el ataúd.
Y, corriendo, a los autobuses. Todo a escondidas.
Compraron en un abrir y cerrar de ojos los billetes de vuelta y nos los trajeron. Al día siguiente,
en todo momento estuvo con nosotros un hombre vestido de civil, pero con modales de militar; no
me dejó salir del hotel siquiera a comprar comida para el viaje. No fuera a ocurrir que habláramos
con alguien; sobre todo yo. Como si en aquel momento hubiera podido hablar, ni llorar podía.
La responsable del hotel, cuando nos íbamos, contó todas las toallas, todas las sábanas… Y allí
mismo las fue metiendo en una bolsa de polietileno. Seguramente lo quemaron todo… Pagamos
nosotros el hotel. Por los catorce días…
El proceso clínico de las enfermedades radiactivas dura catorce días. A los catorce días, el
enfermo muere…
Al llegar a casa, me dormí. Entréen casa y me derrumbé en la cama. Estuve durmiendo tres días
enteros. No me podían despertar. Vino una ambulancia.
—No —dijo el médico—, no ha fallecido. Despertará. Es una especie de sueño terrible.
Tenía veintitrés años…


Al cabo de dos meses regresé a Moscú. De la estación al cementerio. ¡A verle! Y allí, en el
cementerio, me empezaron las contracciones. En cuanto me puse a hablar con él. Llamaron a una
ambulancia. Les di la dirección del hospital. Di a luz allí mismo. Con la misma doctora, con
Anguelina Vasílievna Guskova. Ya en su momento me había dicho:
—Ven aquí a dar a luz.
¿Adónde iba a ir si no? Parí con dos semanas de adelanto.
Me la enseñaron. Una niña…
—Natasha —la llamé—. Tu papá te llamó Natasha.
Por su aspecto, parecía un bebé sano. Con sus bracitos, sus piernas. Pero tenía cirrosis. En su
hígado había 28 roentgen. Y una lesión congénita del corazón. A las cuatro horas me dijeron que la
niña había muerto. ¡Y, otra vez, que no se la vamos a dar! ¿Cómo que no me la vais a dar? ¡Soy yo
quien no os la voy a dar a vosotros! ¡La queréis para vuestra ciencia, pues yo odio vuestra ciencia!
¡La odio! Vuestra ciencia fue la que se lo llevó y ahora aún quiere más. ¡No os la daré! La enterraré
yo misma. Junto a su padre… [Pasa a hablar en susurros.]
No hay manera de que me salga lo que quiero decir. No con palabras. Después del ataque al
corazón, no puedo gritar. Tampoco me dejan llorar. Por eso no me salen las palabras. Pero le diré…
Quiero que sepa… Aún no se lo he confesado a nadie. Cuando no les di a mi hija…, nuestra hija…,
entonces, me trajeron una cajita de madera:
—Aquí está.
Lo comprobé. La habían envuelto en pañales. Toda envuelta en pañales. Y entonces me puse a
llorar y les dije:
—Colóquenla a los pies de mi marido. Y díganle que es nuestra Natasha.
Allí, en la tumba, no está escrito «Natasha Ignatenko». Solo está el nombre de él. Ella no tuvo ni
nombre, no tuvo nada. Solo alma. Y allí es donde enterré su alma…
Siempre vengo a verlos con dos ramos: uno es para él y el segundo lo pongo en un rinconcito
para ella. Me arrastro de rodillas por la tumba. Siempre de rodillas… [De manera inconexa:] Yo la
maté. Fue mi culpa. Ella, en cambio… Ella me ha salvado. Mi niña me salvó. Recibió todo el impacto
radiactivo, se convirtió, como si dijéramos, en el receptor de todo el impacto. Tan pequeñita. Una
bolita. [Pierde el aliento.] Ella me salvó. Pero yo los quería a ambos. ¿Cómo es posible? ¿Cómo se
puede matar con el amor? ¡Con un amor como este! ¿Por qué están tan juntos? El amor y la muerte.
Tan juntos. ¿Quién me lo podrá explicar? Me arrastro de rodillas por la tumba. [Calla largo rato.]


Pero yo le he hablado del amor… De cómo he amado.
LIUDMILA IGNATENKO,
esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko
ENTREVISTA DE LA AUTORA CONSIGO MISMA SOBRE LA
HISTORIA OMITIDA Y SOBRE POR QUÉ CHERNÓBIL PONE
EN TELA DE JUICIO NUESTRA VISIÓN DEL MUNDO

Yo soy testigo de Chernóbil…, el acontecimiento más importante del siglo XX, a pesar de las
terribles guerras y revoluciones que marcan esta época....
Ahora, en lugar de las frases habituales de consuelo, el médico le dice a una mujer acerca de su
marido moribundo: «¡No se acerque a él! ¡No puede besarlo! ¡Prohibido acariciarlo! Su marido ya no
es un ser querido, sino un elemento que hay que desactivar». ¡Ante esto, hasta Shakespeare se queda
mudo! Como el gran Dante. Acercarse o no, esta es la cuestión. Besar o no besar. Una de mis
heroínas (embarazada en ese mismo momento) se acercaba y besaba a su marido, y no lo abandonó
hasta que le llegó la muerte. El precio que pagó por su acto fue perder la salud y la vida de su hija.
Pero ¿cómo elegir entre el amor y la muerte? ¿Entre el pasado y el ignorado presente? ¿Y quién se
creerá con derecho a echar en cara a otras esposas y madres que no se quedaran junto a sus maridos e
hijos? Junto a esos elementos radiactivos. En su mundo se vio alterado incluso el amor. Hasta la
muerte.
Ha cambiado todo. Todo menos nosotros.




En la tierra de Chernóbil uno siente lástima del hombre. Pero más pena dan los animales. Y no
he dicho una cosa por otra. Ahora lo aclaro… ¿Qué es lo que quedaba en la zona muerta cuando se
marchaban los hombres? Las viejas tumbas y las fosas biológicas, los así llamados «cementerios
para animales». El hombre solo se salvaba a sí mismo, traicionando al resto de los seres vivos.
Después de que la población abandonara el lugar, en las aldeas entraban unidades de soldados o
de cazadores que mataban a tiros a todos los animales. Y los perros acudían al reclamo de las voces
humanas…, también los gatos. Y los caballos no podían entender nada. Cuando ni ellos, ni las fieras
ni las aves eran culpables de nada, y morían en silencio, que es algo aún más pavoroso.
Hubo un tiempo en que los indios de México e incluso los hombres de la Rusia precristiana
pedían perdón a los animales y a las aves que debían sacrificar para alimentarse. Y en el Antiguo
Egipto, el animal tenía derecho a quejarse del hombre. En uno de los papiros conservados en una
pirámide se puede leer: «No se ha encontrado queja alguna del toro contra N». Antes de partir hacia
el reino de los muertos, los egipcios leían una oración que decía: «No he ofendido a animal alguno.
Y no lo he privado ni de grano ni de hierba».
¿Qué nos ha dado la experiencia de Chernóbil? ¿Ha dirigido nuestra mirada hacia el misterioso y
callado mundo de los «otros»?




Un destino construye la vida de un hombre, la historia está formada por la vida de todos nosotros.
Yo quiero contar la historia de manera que no se pierdan los destinos de los hombres… ni de un solo
hombre.

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Re: Premio Nobel de Literatura 2015. ¿Hacemos un porra?

Mensaje por cholo » 16 Oct 2015 20:32

Hola, jail. Tengo el libro, lo comentamos. Gracias por tu mensaje.
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