Me gustan los relatos

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Re: Me gustan los relatos

Mensaje por TXIKI » 06 Dic 2014 13:16

Hola Kima, gracias por esa lista que como todas las listas
es un poco sui géneris; ni que dedir tiene que son todos excelentes relatos escritos por grandes escritores,
pero yo tengo otra lista distinta y seguro que mi vecina de enfrente tiene otra distinta a la mía - siempre que le guste leer, que lo dudo ya que algunas veces la he visto comprando el Hola - :Me parto: :aplauso: :yahoo: :genial:
Saludines.

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Kima
 
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Re: Me gustan los relatos

Mensaje por Kima » 06 Dic 2014 13:25

A mi las listas me gustan porque te descubren cosas nuevas.
Está claro que siempre sobra o falta algo según el criterio de cada uno.

:hi:

No subestimes a la vecina, podría ser la nueva Harold Bloom, nunca se sabe. ;)

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Re: Me gustan los relatos

Mensaje por TXIKI » 06 Dic 2014 13:31

A mí también me gustan porque te permiten descubrir algo
que quizás desconozcas y que de no haber sido por esa lista nunca hubieses descubierto. :hi:
Todo es posible en cuanto a la vecina, nunca se sabe :mrgreen:

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Re: Me gustan los relatos

Mensaje por lila » 16 Dic 2014 23:00

La noche de los feos. Mario Benedetti

1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."

"Prometo."

"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"

"No."

"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.


2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

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Re: Me gustan los relatos

Mensaje por TXIKI » 26 Dic 2014 20:43

ANTE MI TUMBA

De todas las manías que tiene mi mujer, la que más me molesta es su fijación en hablar con los muertos; y así ocurre que ni estando yo en la tumba me deja tranquilo. Cuando abandoné el mundo de los vivos, pensé, infeliz de mí, que me vería libre de ella, pero nada más lejos de la realidad, ya que no pasa ni un solo día sin que se acerque a la lápida que cubre el nicho donde reposa mi cuerpo para gritarme: ¡Benedikt, ahora que estás muerto, vivo yo; cuando vivías, era yo la que estaba muerta!

Eladio Parreño Elías

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Re: Me gustan los relatos

Mensaje por Feve » 22 Feb 2015 13:48

La Fraga de Cecebre

Un día llegaron unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego por él, prendiéndole varios hilos metálicos y se marcharon para continuar el tendido de la línea. Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron durante varios días cohibidas con su presencia, porque ya se ha dicho que su timidez es muy grande. Al fin, la que estaba más cerca de él, que era un pino alto, alto, recio y recto, dijo:

—Han plantado un nuevo árbol en la fraga.

Y la noticia, propagada por las hojas del eucalipto que rozaban al pino, y por las del castaño que rozaban al eucalipto, y por las del roble, se extendió por toda la espesura. Los troncos más elevados miraban por encima de las copas de los demás, y cuando el viento separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.

—¿Cómo es? ¿Cómo es?

—Pues es —dijo el pino— de una especie muy rara. Tiene el tronco negro hasta más de una vara sobre la tierra, y después parece de un blanco grisáceo. Resulta muy elegante.

—¡Es muy elegante, muy elegante! —transmitieron unas hojas a otras.

—Sus frutos —continuó el pino fijándose en los aisladores— son blancos como las piedras de cuarzo y más lisos y más brillantes que las hojas del acebo.

Dejó que la noticia llegase a los confines de la fraga y siguió:

—Sus ramas son delgadísimas y tan largas que no puedo ver dónde terminan. Ocho se extienden hacia donde el sol muere. Ni se tuercen ni se desmayan, y es imposible distinguir en ellas un nudo, ni una hoja ni un brote. Pienso que quizá no sea ésta su época de retoñar, pero no lo sé. Nunca vi un árbol parecido.

Todas las plantas del bosque comentaron al nuevo vecino y convinieron en que debía de tratarse de un ejemplar muy importante. Una zarza que se apresuró a enroscarse en él declaró que en su interior se escuchaban vibraciones, algo así como un timbre que sonase a gran distancia, como un temblor metálico del que no era capaz de dar una descripción más precisa porque no había oído nada semejante en los demás troncos a los que se había arrimado. Y esto aumentó el respeto en los otros árboles y el orgullo de tenerlo entre ellos.

Ninguno se atrevía a dirigirse a él, y él, tieso, rígido, no parecía haber notado las presencias ajenas. Pero una tarde de mayo el pino alto, recio y recto se decidió... sin saber cómo. Su tronco era magnífico y valía muy bien veinte duros, aunque él ni siquiera lo sospechaba y acaso, de saberlo, tampoco cambiase su carácter humilde y sencillo. El caso es que aquella tarde fue la más hermosa de la primavera; las hojas, de un verde nuevo, eran grandes ya y cumplían sus funciones con el vigor de órganos juveniles; la savia recogía del suelo húmedo sustancias embriagadoras; todo el campo estaba lleno de flores silvestres y unas nubecillas se iban aproximando con lentitud al Poniente, preparándose para organizar una fiesta de colores al marcharse el sol. Quiso la suerte que una leve brisa acudiese a meter sus dedos suaves entre la cabellera de la fronda, tupida y olorosa como la de una novia, y bajo aquella caricia la fraga ronroneó un poquito, igual que un gato al que rascasen la cabeza, y luego se puso a cantar. Como estaba contenta y en la plenitud de su vigor, prefirió de su repertorio una canción burlesca: la que copia el atenuado fragor del tren cuando avanza, todavía muy lejos, entre los pinares de Guísamo. Es la que más divierte a los árboles, porque lo imitan tan bien que muchos aldeanos que pasan por las veredas se dan a correr al escucharla, creyendo que el convoy está próximo y que les será difícil alcanzarlo. Con esto los árboles gozan como niños traviesos.

El pino, cantando en sordina entre los largos dientes de sus hojas, tenía un papel principal en el coro del bosque y merecía la fama de dominar la onomatopeya. Su propia felicidad, el alborozo pueril de aquella diablura, le movió a decirle al poste:

—¿No quiere usted cantar con nosotros?

El poste no contestó.

—Seguramente —insistió el pino, inclinando su copa en una cortesía— su voz es delicada y armoniosa, y a todos nos agradará que se una a las nuestras.

El poste silbó malhumorado.

—¿Y a qué viene eso? ¿Qué cantan ustedes?

—Imitamos a un tren remoto.

—¿Y para qué? ¿Son ustedes el tren?

—No —reconoció el pino, avergonzado.

—Entonces, ¿qué pretenden con esa mixtificación? Ya que usted me interpela, le diré que no encuentro seria su conducta.

—¿Quizá le agrada más la canción de la lluvia?

—No.

—¿Acaso la canción del mar?

—Ninguna de ellas. Este es un bosque sin formalidad. ¿Quién podría creer que árboles tan talludos pasasen el tiempo cantando como ranas? Yo no canto nunca, susurro apenas. Si ustedes acercasen a mí sus oídos, escucharían el murmullo de una conversación, porque a través de mi pasan las conversaciones de los hombres. Eso sí que es maravilloso. Sepan que vivo consagrado a la ciencia y que yo mismo soy ciencia y que todo lo que ustedes hacen a mi alrededor lo reputo como bagatela y sensiblería, si alguna vez me digno abandonar mis abstracciones y reparar en ello.

La opinión del poste pronto fue conocida en toda la fraga y ya no se atrevieron a entregarse a aquel entretenimiento que el árbol extraño y solemne, de ramas de alambre, acusaba de frivolidad. Llegó el verano y los pájaros se hicieron entre la fronda tan numerosos como las mismas hojas. El eucalipto, que era más alto que el pino y que los viejos árboles, daba albergue a una pareja de cuervos y estaba orgulloso de haber sido elegido, porque esas aves buscan siempre los cúlmenes muy elevados y de acceso difícil. Un día en que su esencia se evaporaba al fuerte sol con tanta abundancia que todo el bosque olía a eucalipto, se decidió a conversar con el poste y le dijo:

—He notado que no adoptó usted ningún nido, señor. Quizá porque no conoce aún a los pájaros que aquí viven y no han hecho su elección. Me gustaría orientarle, pues supongo que usted sostendría un nido con agrado. Nos convierten en algo así como un regazo maternal. Yo alojo a unos cuervos. No molestan, pero confieso que son poco decorativos. Quisiera recomendarle a usted las oropéndolas. Ya habrá visto que hay oropéndolas en Cecebre. Pues bien, cuelgan sus nidos con tanta belleza y originalidad que no desmerecerían de las que a usted le ennoblecen. El poste crujió:

—¿Para qué quiero yo sostener nidos de pájaros y soportar sus arrullos y aguantar su prole? ¿Me ha tomado usted por una nodriza? ¿Cree que soy capaz de alcahuetear amoríos? Puesto que usted me habla de ello, le diré que repruebo esa debilidad que induce a los árboles de este bosque a servir de hospederos a tantas avecillas inútiles que no alcanzan más que a gorjear. Sepa de una vez para siempre que no se atreverán a faltarme al respeto amasando sobre mí briznas de barro. Los pájaros que yo soporto son de vidrio o de porcelana, y no les hace falta plumaje de colorines, ni lanzarán un trino por nada del mundo. ¿Cómo podría yo servir a la civilización y al progreso si perdiese el tiempo con la cría de pájaros? Estas palabras circularon en seguida por la fraga, y los árboles hicieron lo posible para desprenderse de los nidos y para ahogar entre sus hojas el charloteo de los huéspedes alados que iban a posarse en las ramas.
Sobre el tronco del pino resbalaron una vez diáfanas gotas de resina que quedaron allí, inmovilizadas, como una larga sarta de brillantes. De ellas arrancaban el sol destellos de los siete colores, y el pino estaba satisfecho de ser —tan esbelto, tan oloroso y tan enjoyado— una maravilla viviente.

—¿Se ha fijado usted en mis collares? —se atrevió a preguntar al vecino.

—Sí —aprobó esta vez el poste—; claro que usted llama collares a lo que no son más que gotas de resina. Pero la resina es buena: es aisladora (el pino ignoraba de qué), y es más digno producirla que dedicarse a dar castañas, como ese árbol gordo que está detrás de usted. Cierto es que, por muchos esfuerzos que usted haga, no conseguirá crear un aislador tan bueno como los míos, pero algo es algo. Le aconsejo que se deje dar unos cortes en el tronco, a un metro del suelo, y así segregará más resina.

—¿No será muy debilitante? —temió, estremeciéndose el pino.

—Naturalmente, debilita mucho, pero resulta más serio. No crea usted que eso se opone a hacer una buena carrera.

—¡Ah! —exclamó el árbol, que seguía sin entender.

—Hasta le favorece, si se me apura. Conocí varios pinos que fueron sangrados abundantemente, que trabajaron desde su edad adulta para la Resinera Española. Y ahí los tiene usted, ahora con muy buenos puestos en la línea telegráfica del Norte, dedicados también a la ciencia.

Aquel año los vendavales de invierno fueron prolongados y duros. Durante varios días seguidos los árboles no conocieron el reposo. Incesantemente encorvados, cabeceando y retorciéndose, llenaban el bosque del ruido siniestro de sus crujidos y del batir de sus ramas. Les era imposible descansar de tan violento ejercicio y sus hojas secas, arrebatadas por el huracán, parecían llevar demandas de socorro. Temblaban desde las raíces hasta las más débiles ramas, y el viento no se compadecía. A la tercera noche, un cedro no pudo más y se desplomó roto. Las ramas de algunos compañeros próximos intentaron sostenerlo, pero estaban cansadas también y se quebraron y dejaron resbalar hasta el suelo al bello gigante, con un golpe que resonó más allá de la fraga. Todo fue duelo. El hueco que deja en un bosque un árbol añoso es tan entristecedor y tan visible como el que deja un muerto en su hogar. Únicamente el poste pareció alegrarse.

—Al fin se decidió a cumplir su destino —declaró—. Ahora podrán hacerse de él muy hermosas puertas, que es para lo que había nacido; no para esconder gorriones y para tararear tonterías. Y ustedes aprendan de él. ¿Qué hace ahí ese nogal? Otros muchos más jóvenes he tratado yo cuando se estaban convirtiendo en mesas de comedor y en tresillos para gabinete. ¿Y aquel castaño gordo, tan pomposo y tan inútil? ¿A qué espera para dar de sí varios aparadores? ¡Pues me parece a mí que ya es tiempo de que tenga juicio y piense en trabajar gravemente! ¡Vaya una fraga ésta! ¡No hay quien la resista! Si yo no estuviese absorto en mis labores técnicas, no podría vivir aquí.

Los pareceres de aquel vecino tan raro y solemne influyeron profundamente en los árboles. Las mimbreras se jactaban de tener parentesco con él porque sus finas y rectas varillas semejábanse algo a los alambres; el castaño dejó secar sus hojas porque se avergonzaba de ser tan frondoso; distintos árboles consintieron en morir para comenzar a ser serios y útiles, y todo el bosque, grave y entristecido, parecía enfermo, hasta el punto de que los pájaros no lo preferían ya como morada.

Pasado cierto tiempo, volvieron al lugar unos hombres muy semejantes a los que habían traído el poste; lo examinaron, lo golpearon con unas herramientas, comprobando, la fofez de madera carcomida por larvas de insectos, y lo derribaron. Tan minado estaba, que al caer se rompió. El bosque hallábase conmovido por aquel tremendo acontecimiento. La curiosidad era tan intensa que la savia corría con mayor prisa. Quizá ahora pudieran conocer, por los dibujos del leño, la especie a que pertenecía aquel ser respetable, austero y caviloso.

—¡Mira e infórmanos! —rogaron los árboles al pino.

Y el pino miró.

—¿Qué tenía dentro?

Y el pino dijo:

—Polilla.

—¿Qué más?

Y el pino miró de nuevo.

—Polvo.

—¿Qué más?

Y el pino anunció, dejando de mirar:

—Muerte. Ya estaba muerto. Siempre estuvo muerto.

Aquel día el bosque, decepcionado, calló. Al siguiente entonó la alegre canción en que imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron. Ningún árbol tornó a pensar en convertirse en sillas y en trincheros. La fraga recuperó de golpe su alma ingenua, en la que toda la ciencia consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o pensar, sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es esto: vivir.

Wenceslao Fernández Flórez

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Re: Me gustan los relatos

Mensaje por Voro » 22 Feb 2015 16:31

Grande El bosque animado de W.F.F.
Feve, el relato que has puesto, que forma parte del inicio de El bosque animado, ¿lo has sacado de Antología del cuento literario (Selección de Miguel Díez Rodríguez)? Esa antología la leí en 1º de BUP y justamente ése es uno de los textos incluidos. De ahí me dio por leer el libro de Fernández Flórez y ver la película de Cuerda. ;)

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Re: Me gustan los relatos

Mensaje por Feve » 22 Feb 2015 18:37

Pues, Voro, lo he sacado del libro de Florez, de un epub. Te dejo por aqui el enlace por si lo quieres bajar:

El bosque animado

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Re: Me gustan los relatos

Mensaje por Voro » 23 Feb 2015 00:28

Feve escribió:Pues, Voro, lo he sacado del libro de Florez, de un epub. Te dejo por aqui el enlace por si lo quieres bajar:

El bosque animado
No, gracias, Feve. Tengo El bosque animado y la antología que comenté. Es que juraría (ya lo miraré) que en dicha antología está justo ese extracto de la novela de Fernández Flórez, empezando desde el mismo punto, ya que el texto forma parte de la primera estancia de la novela. Por eso pensé que también tenías esa antología que me trae gratos recuerdos. :hi:

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Re: Me gustan los relatos

Mensaje por Kima » 26 Feb 2015 22:49

Lo mejor de Birdman, sin duda, es Carver

De qué hablamos cuando hablamos de amor


:hi:

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