La primera mitad de los años setenta fue muy aburrida en España. Al menos, para quien como yo regresaba de pasar unos años en América, con un inútil título universitario, que sólo te podía permitir dedicarte a la enseñanza. Tras un intento de trabajar en el cine, del que ya he escrito algo, se me presentó la oportunidad de asistir a un curso de doctorado en la Universidad Autónoma de Barcelona, que iba a dar ni más ni menos que Mario Vargas Llosa. El título prometía mucho: GARCÍA MÁRQUEZ. HISTORIA DE UN DEICIDIO. Me faltó tiempo para matricularme en la Universidad Autónoma, que entonces estaba en Sant Cugat del Vallés, aunque las clases se daban en la Academia de Buenas Letras, en pleno barrio gótico de la ciudad condal.
Como el escritor peruano vivía entonces en Vallvidrera, precisamente en la misma calle que García Márquez, al acabar la clase tomábamos juntos el tren de Sarriá, donde mi impertinente curiosidad me llevaba a hacer continuas preguntas a mi profe. ¿Era verdad que Carles Barral en persona había desechado publicar CIEN AÑOS DE SOLEDAD? ¿Era cierta la frase del Gabo, cuando le dieron el Premio Nobel al guatemalteco Miguel Ángel Asturias? ¿Iba Polanski a filmar LA CIUDAD Y LOS PERROS?
Ante éstas y otras preguntas similares, Vargas Llosa me miraba con un aire entre paternalista y severo y me decía: “Mire, Vd. lo que debe hacer es seguir con atención los temas que tratamos y olvidarse de los demás. ¿O acaso quiere ser periodista?
La pregunta sobre Asturias no hacía falta que me la contestara, porque sabía muy bien la respuesta. García Márquez detestaba tanto al guatemalteco, que al enterarse de que le había premiado la Academia Sueca, dijo esta frase “póstuma” que además está escrita: “Este pendejo es un escritor tan malo que merece ampliamente el Premio Nobel”. No sabía el Gabo que años después también él llegaría a la categoría de pendejo internacional. De todos modos, como yo había tenido la oportunidad de residir en Cochabamba, Arequipa y Lima, pude hacer que me contara muchas anécdotas de su estancia en estas ciudades y de la creación de sus obras literarios.
Pero, volvamos al curso. La tesis que exponía Vargas Llosa es la de que escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad. Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Éste es un disidente: crea vida ilusoria, crea mundos verbales porque no acepta la vida y el mundo tal como son o como cree que son. La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida; cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad. Nuestro trabajo era cotejar la vida con la obra del escritor colombiano, para que así pocas semanas después de acabar el curso, él pudiera publicar su ensayo, en el que por cierto no mencionó a ninguno de esa docena larga de alumnos que le ayudamos a dar con la documentación que requería. Eso sí, al menos nos dio buena nota.
El libro, que todavía no ha vuelto a ser reeditado por circunstancias a las que luego me referiré, desmenuza con precisión quirúrgica cada cuento y cada novela de García Márquez, hasta llegar a CIEN AÑOS DE SOLEDAD. En esta última, repasa las influencias percibidas, de Faulkner a Sófocles, y no escatima elogios: «Es una novela total -escribe- en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad de igual a igual». Lo es «sobre todo porque pone en práctica el utópico designio de todo suplantador de Dios: describir una realidad total, enfrentar a la realidad real una imagen que es su expresión y negación».
Todo era muy bonito, porque el Gabo y Mario y sus mujeres, Mercedes y Patricia, eran todos muy amigos. Más aún el segundo hijo de los Vargas Llosa, fue apadrinado por García Márquez y llevó el nombre de Gabriel Rodrigo Gonzalo. Toda una expresión de afecto y amistad hacia el colega y compadre.
Esa amistad entre literatos era ejemplar en una España en la que Lope se peleaba con Góngora y Quevedo con todo bípedo implume que escribiera y así hasta nuestros días. Pero pronto, comenzó el distanciamiento entre peruano y colombiano. El llamado “Caso Padilla”, poeta cubano perseguido por Castro y la cerrazón de los dirigentes de La Habana, llevó a un más liberal Vargas a discusiones continuas con el Gabo. Pero el punto flaco de Varguitas eran las mujeres y si no que se lo digan a su tía Julia.
Sucedió que el escritor peruano tuvo una aventura con una modelo norteamericana, que le condujo incluso a abandonar temporalmente su hogar. García Márquez 'consoló' a Patricia, la esposa de su colega e insistió en recomendarle que pidiera el divorcio. A Vargas Llosa le llegaron muy pronto estos rumores y decidió hacer caso a esas fuentes literarias que dicen eso de que la venganza es un plato que se sirve frío.
Así que una tarde de 1976, en un cine de Ciudad de México se proyecta en pase privado una película y en el patio de butacas está la crema de la intelectualidad latinoamericana. Termina la película, se encienden las luces y García Márquez, que está acompañado por Mercedes, distingue unas filas más allá a su amigo. Se aproxima a él con intención de darle un abrazo, pues hace unos meses que no se ven porque Gabo se ha instalado en México, pero Vargas Llosa le responde con un derechazo que lo derriba. «Esto es por lo que le hiciste a Patricia en Barcelona», dice a modo de explicación. Entre la confusión creada, algunos ayudan al colombiano a reponerse del fuera de combate. Minutos después la escritora Elena Poniatowska, aplica en el ojo del futuro Premio Nobel, un bistec que alguna alma caritativa había ido a comprar en una carnicería, para intentar reducir la hinchazón.
Semanas después, ambos deicidas comienzan un pacto de silencio sobre el hecho, que hasta ahora sigue vigente entre ellos. A su alrededor los aprendices de deicida, darán un giro literario a la disputa amorosa convirtiéndola en reyerta política entre ambos. Y así volveremos al tema del ensayo, cuya primera y única edición es todo un tesoro para los coleccionistas. “La vida es una cascada de anécdotas y la exageración no es una manera de alterar la realidad, sino de verla. El escritor debe ser a veces como un reportero, que se moviliza tras la noticia y, si no la encuentra, la inventa”.