La retórica de la liberación
Como otras figuras de la contracultura americana (Allen Gingsberg y Julian Beck, por ejemplo), el instinto de Kramer era primero estético y luego político. Mekas, uno de los propulsores del free cinema, que además es-taba entre dos bandos (puesto que era cineasta y al mismo tiempo un crítico de notable influencia en el mundo editorial), tenía opiniones contrapuestas con respecto al estilo personal que algunos artistas habían asumido y que, de manera moderada, se reflejaba en algunos de los ensayos de Kramer. El cine avant-garde, cuya primera avanzada parecía responder al ambiente político estadounidense de los sesenta y setenta, pronto derivó en otros propósitos: el cine diario, los géneros extremos e inclasificables (22). Mekas se declaraba primero dogmático luego permisivo en este sentido, y sentía que había metas mutuamente excluyentes en el movimiento: el individualismo frente al espíritu comunal hippie, la conducción de una campaña para el reconocimiento público del avant-garde americano frente al estímulo del anarquismo como forma de vida, el compromiso político del grupo frente a los reductos de soledad del artista y la defensa del realismo, sin los artificios de Hollywood, frente a los ensayos abiertos.
Herbert Marcuse postulaba que “la imaginación se había convertido en un instrumento del progreso” y “liberar la imaginación presuponía coartar mucho de lo que se llamaba libertad, es decir perpetuar lo represivo”. Ante las descalificaciones que estaban recibiendo los artistas underground en el sentido de que parecían anclarse en un plano absolutamente poético, Mekas terminó reconociendo que el movimiento de cineastas independientes no podía sobrevivir con aquella particular forma de realismo, a menos que se aliaran (un matrimonio fatal) con la industria. Aunque el florecimiento del cine ensayo en los sesenta no pareció continuar con el mismo ritmo evolutivo en la siguiente década, Mekas sin embargo reconocía ciertos destellos esperanzadores en cineastas poetas como Markopoulos, Breer o Smith, que no habían hecho compromisos y sin embargo continuaban avanzando en sus respectivos artes.
Exilios y retornos
“Los comienzos son no solamente confusos, sino ideológicos y fantasmagóricos”, decía Comolli. Aquel colectivo que se había resguardado en las esquinas de New York, que promulgaba la unión como única vía de supervivencia artística, eclosionó tan pronto como terminaron los setenta. Quedaron muestras aisladas y trayectorias inquebrantables, como la de Michael Snow o Stan Brakhage, pero ese cine domesticado, militante y a la vez vanguardista que había soñado Mekas desde los tiempos de la fundación del FilmMaker's Cooperative (1962), se había disipado. Kramer estaba en la periferia de este círculo, nunca se entregó completamente al free cinema y, durante ese período de disoluciones, cruzó fronteras buscando nuevos emplazamientos. Exilios y retornos se volvieron actos sistemáticos en su vida y en sus relatos. Parecía recorrer el camino de Odisea: viajaba a tierras extrañas, siempre atraído por revoluciones, o por las cenizas de viejas revoluciones, y buscaba imágenes familiares en lo desconocido. Primero estuvo en Portugal donde filmó Scene from the class struggle (1977). Como ya era habitual en su forma de entender realidades históricas, no quiso retratar lo sucedido en la Revolución de los Claveles (25 de abril de 1974), ni tampoco analizar las particularidades de aquella movilización que propulsó la caída del régimen salazarista, después de 42 años de dictadura militar. Su punto de partida fue un montaje fragmentado de fotogramas y textos que parecían convertir el tiempo en una urgencia.
Pero la geografía lo iba llamando y regresó a Estados Unidos casi al mismo tiempo que Ronald Reagan asumía la presidencia (1979). La irreconciliación fue inevitable. Como explicó en una entrevista para la revista cultural Inrockuptibles: “tenía la impresión de ser un marciano”. Se instaló en California. Dio unos cursos en San Francisco State University. Pero, sin capital para sus proyectos, se dedicó a manejar camiones por unos meses. El exilio lo volvió a llamar: el Institut Nacional de l'Audiovisuel (Francia) le aprobó un financiamiento para rodar Guns (1980) en Angola y otros proyectos cortos en Francia. Kramer de nuevo se acercó a las ficciones. Con esta película incursionó en el género policial (inspirado en los film noir). Algunos códigos propios del documental se filtraron: “un artista americano que se encuentra ilegal en el país y maneja camiones (una clara autoreferencia a su última estadía en Estados Unidos), un personaje principal dividido en dos dimensiones diferentes en la historia (una dimensión real, íntima, y otra aventurera, envuelta en una intriga detectivesca, con tráfico de armas ilegales y asesinatos)”. No sería la última vez que incursionara en el género policial, en 1985 filmó Diesel. Ninguna de las dos realizaciones fue bien recibida por la crítica.
El lugar de la memoria
Durante su estancia en Angola realizó un libro fotográfico, People with freedom in their eyes. Fue un acercamiento al estudio de la imagen congelada, aunque esta práctica siempre estuvo presente en sus documentales (23). Como dijo Vincent Canby –del New York Times– “era incapaz de rodar una escena, fijar un fotograma, que no estuviera cargado de muchos niveles de información”. Las figuras, los rostros, los trastos, conformaban parte de su banco de recuerdos. Piezas fragmentadas y sin un orden aparente que podían –en un momento indeterminado– dibujar el mapa de una relato perdido. Los objetos, para Kramer, tenían un valor separado de su propia belleza y eran resistentes al paso del tiempo (no sufrían el desgaste natural de la memoria humana, que se va diluyendo entre una generación y otra). “Yo comencé escribiendo y una de las cosas que recuerdo es que pasé mucho tiempo describiendo el mundo material. Cuando dije que las instituciones son más fuertes que la gente, también creo que los objetos son más fuertes que la gente” (24). En esto coincidía profundamente con su colega Chris Marker, para quien la memoria no era un fenómeno puro y podía reinterpretarse tantas veces como fuese rescatada:
“Imaginen cientos de fotografías las cuales la mayor parte nunca se han mostrado (William Klein dijo que a un 1/50 segundos por disparo, la obra completa de la mayoría de los famosos fotógrafos del mundo no dura más de tres minutos). Imaginen esos extractos que un film deja detrás como la cola de un cometa. Por cada país visitado yo he traído postales, recortes de periódicos, catálogos, algunas veces posters arrancados de paredes. Mi idea era sumergirme en esta imaginería para definir su geografía. Mi corazonada me decía que cualquier memoria, inclusive aquellas lejanas, están más estructurada de lo que parecen. Que después de cierta cantidad, fotos aparentemente casuales, postales escogidas sólo por un estado de ánimo, empiezan a trazar un itinerario, para crear un mapa de un país imaginario que se extiende delante de nosotros. Yendo sistemáticamente hacia este, yo estaba seguro de descubrir que, en el desorden aparente de mi imaginación, ocultaba una carta de navegación, como en los cuentos de piratas”(25).
El tema de la memoria era fundamental para Kramer y se materializó de varias formas en sus trabajos, sobre todo a partir de la segunda mitad de los ochenta cuando asocia la memoria al acto de revisitar, al reencuentro con sus propios recuerdos esparcidos en diversos lugares. Como eterno exiliado había dejado huellas en distintas ciudades, pueblos y asentamientos. Cada sitio parecía iluminar un trozo de su propia historia, como en los textos del Zuihitsu (Escrito con pinceladas. Género literario que se hizo popular en el Japón del siglo XV). Recuperaba notas sueltas en sus travesías, sin la intención –aparente– de ordenarlas a través de una regla lógica. Kramer dibujó su propia versión sobre cómo relacionaba el todo y las partes en sus realizaciones: “un día de estos todos los filmes que yo he hecho podrán constituir uno solo: una historia desplegada, el relato de alguien que viajó entre muchos lugares y tiempos, tratando de sobrevivir, de entender, de encontrar un hogar adecua-do, y a lo largo del camino fue dejando imágenes, con el único fin de unirlo después en una sola película”(26).
Alter ego
Kramer trabajó en Europa durante ocho años seguidos: A great day in France / Birth (1981), un documental de 42 minutos que sigue los pasos del nacimiento de un hijo. El ingreso de la madre, el parto, el regreso al hogar, la bienvenida del padre y de las dos hermanas menores. As fast as you can / A tout allure (1982) La perspectiva de los jóvenes de la generación de los ochenta aparece en esta película. Las preocupaciones de Kramer por las organizaciones subterráneas y la tentación de la violencia se ligaron con la historia de dos patinadores de la calle. Fear / La Peur (1983), corto de seis minutos enmarcado en un proyecto de la televisión francesa sobre temas científicos. A Kramer le encargaron retratar el miedo en esta entrega. Para él fue un ejercicio en contra de sus propias nociones sobre el tiempo en el relato fílmico: “En aquel momento me dije… muy bien me dieron 45 minutos para hablar sobre el nacimiento. Más de una hora para unos patinadores. Y ahora, Fear, va a ser apenas un pie de página de los dos últimos filmes”. Aunque al final confesó que había sido extrema-damente liberador trabajar con aquellas restricciones. Su siguiente trabajo fue Notre nazi (1984), documental sobre un film de Thomas Harlan (Wundkanal), que le permitió ensayar el tema de la culpa y la búsqueda de la verdad histórica.
Reencuentros
En el verano de 1985, la activista Roz Payne organizó una reunión con los antiguos miembros del movimiento Free Vermont en un campo frente al lago Champlain, en el estado de Vermont. En aquel encuentro Kramer, junto con su viejo compañero de rodaje Paul McIsaac, hicieron un primer esbozo de su siguiente trabajo fílmico. “Conversar con Kramer fue diferente que con las otras personas en aquella reunión. Nosotros dos conectamos en un nivel más profundo del que habíamos podido tener, inclusive, en la época de Newsreel. La desconfianza y el espíritu de competencia que teníamos de jóvenes se había disuelto. Empezamos a pensar y construir una historia que se iniciaba con un personaje protagonizado por mí. Era Doc… No mucho después estábamos filmando en Portugal, Doc´s Kingdom (1987)” (27). Fue la primera parte de una trilogía que giraba en torno a tres temas esenciales en su obra: el exilio, el reencuentro y el personaje espejo del autor.
Doc´s Kingdom es el encuentro entre un hombre –abatido por el peso de los recuerdos– y su hijo. Doc (Paul McIsaaac) es un médico que vive en las afueras de Lisboa, en un suburbio pobre. Deprimido por la pérdida de sus ideales revolucionarios y debilitado por una enfermedad que cogió durante una estadía en África, ahoga sus penas en alcohol. En un punto de la trama llega un hijo que nunca había visto (Vincent Gallo), fruto de una relación pasajera con Rozie (Roz Payne). Ambos intentan buscar un modo de convivencia, pero las conexiones son frágiles y el encuentro no prospera. Kramer siempre ensayó sobre sus propios recuerdos, sus creacio-nes están entretejidas a partir de muchas autoreferencias. Por eso, entre una y otra película se pueden encontrar hilos comunes que las unen. Por ejemplo, Doc –alter ego de Kramer– tiene algo de aquel líder revolucionario que apareció veinte años antes en la película Ice, también protagonizada por McIsaac. Curiosamente, el actor tiene muchas semejanzas físicas con Kramer.
Estas estrategias discursivas, este juego de estar presente y ausente en el relato, de aparecer con una voz en off, luego irrumpir como un personaje ficticio (un alter ego), o entrar en escena de espaldas a la cámara (invocando la imagen defectuosa del documental), es una muestra de su insistente preocupación por descentrar el punto de vista del autor. Cambiaba constantemente su relación con respecto al espectador, que “es decir cambiar su relación con aquello que nos muestra”. Confusión de lo que es distinto y distinción de lo que es común. Su alter ego actúa en Doc´s Kingdom en un relato casi ficticio, pero en Route One (1989) es un compañero de encuentros reales, en un relato casi documental. Un hombre real que se toma por actor, que se confunde con un personaje, que se introduce en una escena para mostrarse tal cual es. La contradicción fragiliza las escenas y de ese modo reaviva el interés. A Kramer no le gustaba ni la paz, ni la indiferencia, por eso siempre deambulaba entre un género y otro. Comolli puntualiza: “lo que pone en duda las referencias, mina las certezas”(28).
La muerte incesante
Como lo describió el crítico Eduardo Russo: “Kramer pensó al cine como una máquina fenomenológica, filmó el trabajo humano como pocos (Flaherty, Rossellini) y también el trabajo de la muerte”en el sentido historiográfico de Certeau30. Sus películas están dedicadas al ausente y su discurso al recuerdo (trayectos acompañados de personajes que rememoran viejas historias). Quizás por eso recurre con tanta frecuencia a los cementerios, monumentos, panteones, cenotafios, museos. Por eso, sus relatos se detienen con gesto reverencial cuando tropiezan con la memoria de Thoureau (en Route One) o con las sandalias de Ho Chi Min (en Point de Depart). Podría considerarse que su cine reposa sobre seres del pasado que han nacido de la muerte –la humanidad se ha encargado de perpetuar sus virtudes y pensamientos–, y que parecen dirigirse hacia otra muerte –la humanidad amenaza con enterrar el legado de sus pensamientos.
El incesante registro de cuerpos, objetos, lugares, parece querer dejar constancia de una época, como si fuesen un epitafio. Los muertos de Kramer vagan y vuelven, y parecen estar siempre temerosos y amenazados por el olvido. Los jóvenes de Hanoi (Point de Depart, 1993) sólo quieren un estilo de vida mejor, sólo desean el mundo material de occidente. En el Vietnam moderno, los sueños socialistas de Ho Chi Min pertenecen al pasado. Por otro lado, los sueños de igualdad de Thoureau, o el espíritu liberador de Jack Kerouac, no tienen sentido práctico en las barriadas de Brooklyn (Route One), donde los problemas diarios (drogas, sida y violencia) ahogan las utopías de la gente. En noviembre de 1999, durante la edición de su última película (Cities of the Plain) y poco antes de su muerte, Kramer concedió una entrevista al crítico Patrick Leboutte de la revista francesa L'Image. Conversaron sobre el reto de filmar lo que quedaba, las sobras que la modernidad había dejado a su paso: “Tan pronto como llegué a Roubaix para dar clases en la escuela Fresnoy en Tourcoing, me di cuenta que el destino me deparaba varias preguntas interesantes. (…) Yo tenía la sensación que el Norte (de Francia), y Rubaix en particular, están viviendo en un momento donde la memoria del pasado es resguardada y transmitida de forma activa como una 29, manera de protegerse de todo lo que viene de las grandes ciudades. Pero por otro lado, con un poco de perspectiva, con nuestro sentido del mundo civilizado, nuestras perspectivas de viajeros, nuestras lecturas, aquello ya pertenece al pasa-do, es simple folclore, pronto será barrido. Rodando en Rubaix (donde filmé Cities of the Plain), yo tuve la impresión de que estaba haciendo una especie de labor historiográfica acerca de aquellas cosas que posiblemente van a desaparecer en diez años, y muchas veces me digo que si el filme igual no es bueno por lo menos contribuí con los archivos de la posteridad: después de todo, ese es uno de los objetivos de una película. (…) Yo pienso que tenemos que llorar todo para lograr avanzar. No podemos ser tan nostálgicos. Hay que seguir la corriente y ver que ocurre. Uno tiene que eludir la muerte, apostando continuamente y continuando el camino. (…) En este sentido, yo sigo pensando como un Americano. Yo sé que en la vida la regla es el movimiento y lo estático es la excepción. (…) Yo tengo sesenta años y es increíble (…) nunca pensé que iba a pasar de los cuarenta. Mi padre murió a los 58 años, así que no tengo una referencia como para vivir más allá de esa edad”(31).
De la Ruta 66 de Kerouac a la Ruta 1 de Kramer
El estilo en el que destacó Kramer –si es posible clasificarlo– ha sido el de la crónica y el del viaje, o más bien su forma de recuperar un relato, rescatar memorias y dar testimonio de ellas surgía de alguna forma particular de peregrinaje: después visitar muchos lugares y de atesorar fotografías, recortes de periódicos, postales, carretes de películas, testimonios, sus relatos empezaban a cobrar forma y sentido. Como si de una corazonada se tratara, su itinerario parecía escribirse en la medida en que avanzaban las películas.
USA, Ruta Uno (1989), producido por La Sept, el canal cultural francés, ha sido la obra de Kramer más difundida. El retorno aparece como una arriesgada maniobra para recuperar la memoria, vuelve a su tierra madre con la intención de encontrar un lugar donde poder retirar a su personaje, alter ego, Doc. Es la secuela de Doc's Kingdom (1987), aquel médico que vivía entre dos mundos; el de Europa, que se le escapaba mientras residía en Portugal luego de estar en Vietnam, y el de Africa que pedía su ayuda como médico. En Ruta Uno el eterno exiliado –Doc, ¿o Kramer?– busca un nuevo futuro. Es el relato de 5.000 kilómetros de Estados Unidos y de siglos de historia norteamericana. Kramer hace que Doc recorra la costa este desde la frontera con Canadá hasta Key West, en Florida. Paul McIsaac es Doc pero también (en un ejercicio de matices) se convierte en un cuerpo delegado para Robert Kramer, que por empuñar la cámara no puede mirar plenamente a los ojos del espectador, no puede estrechar a muchos de los seres que van desfilando en las cuatro horas de extensión de la película.
Un hilo de inspiración podría ser trazado desde su Ruta Uno hasta la Ruta 66 de Jack Kerouac, contenida en su obra cumbre On the Road (1957). Esta novela se convirtió en un modelo arquetípico para los jóvenes de la generación beat –entre los que se incluye Kramer–. El amor a las carreteras que Kerouac compartía con gran parte de sus contemporáneos, queda perfectamente definido en este libro, fragmentado, antojadizo y espiritual. Los viajes descritos, son un aprendizaje continuo, un observarlo todo y extasiarse ante pequeños detalles, don-de encontraba el verdadero significado de las cosas y de las personas. Estudiando la naturaleza de su país, de las diferencias y los parecidos que unían a sus pobladores, avanzó, casi siempre solo y combinando el autostop con trayectos en autobús, por Nebraska y Wyoming hasta Denver. En Ruta Uno, Kramer recupera en estado puro esta fantasía americana de recorrer las grandes autopistas del país.
USA, Ruta Uno narra un viaje y sus escalas. Muestra gente y actividades. Describe procesos naturales y artificiales, con especial atención a las fábricas y su incesante ritmo de producción, sea el envasado de pescado o los aserraderos, que convierten en un drama de lo inanimado esos mundos en estado de cambio. Acompañando a Doc (o con Doc acompañando a Kramer) el film traza un retrato colectivo del país de estos dos exiliados, el real y el de ficción. Por ejemplo, en Nueva Inglaterra, afables y siniestros votantes de Pat Robertson y obreros portuarios alejados de la política. Una visita a la casa de Thoreau y la evocación de John Brown ligan historia, literatura y pensamiento. Un año después de la publicación del Manifiesto Comunista, Thoreau escribió su ensayo “Desobediencia civil”, el título original era “Resistencia al gobierno civil”. La importancia de Thoreau, junto con Whitman, Emerson, y otros pensadores americanos del siglo XIX, fueron claves para el pensamiento de Kramer, sus ensayos escritos, sus películas. Su postura política y su manera de articularlas pueden encontrar un rastro de inspiración en aquellos autores. Doc's, alter ego de Kramer, lee en voz alta un párrafo de Thoreau:
“La esclavitud está de camino cargada de víctimas moribundas; se suman nuevos barcos desde el océano; una pequeña tripulación de traficantes de esclavos, tolerados por una gran masa de pasajeros, están sofocando a cuatro millones de esclavos bajo la escotilla, y todavía aseguran los políticos (Como muestra hasta la saciedad la novelilla de Gore Vidal, Lincoln, el mítico Abe de Illinois no fue un radical en modo alguno con respecto al tema de la esclavitud. Sí lo fue en su empeño decidido de mantener la Unión. Y aunque en definitiva fue él quien proclamó el Acta de Emancipación, todavía durante la guerra, no hay que olvidar que el 22 de julio de 1861 todavía el Congreso adoptó la denominada Crittenden Resolution, asegurando solemnemente que el único propósito de la guerra era mantener la Unión, no interferir para nada en el tema de la esclavitud. La ley de Emancipación de 1.' de enero de 1863 tuvo básicamente motivos políticos, más que raciales o de mera justicia. Sólo se aplicaba a los territorios ocupados por la Confederación) que el único medio de obtener la liberación es a través de la “pacífica difusión de sentimientos humanitarios” sin ningún “tumulto”. Como si los sentimientos de humanidad se hallaran alguna vez sin la compañía de los hechos, y vosotros pudierais dispersarlos, acabar con el orden tan fácilmente como esparcir agua con una regadera, para asentar el polvo. ¿Qué es lo que oigo arrojar por la borda? Los cuerpos de los muertos que han logrado su liberación. Éste es el modo de “difundir” humanidad, y con ella sus sentimientos.
Kramer comentaba: “Cuando volví para hacer Route One después de diez años en Europa, fui shockeado por algo más que la mera aceptación de la cámara, ya que la gente tenía una idea de lo que significaba hacer de uno mismo, expresarse y aprovechar la situación, a veces de una manera absolutamente fantástica. Entonces percibí que todo el mundo era un actor. Fue el primero de una serie entera de pensamientos sobre una sociedad en donde actuar de uno mismo es tu carta más fuerte33”. El trayecto sigue y los personajes cambian: Boston, Nueva York, Filadelfia, Fort Bragg, hasta Miami. En cierto punto, Kramer pierde a Doc, para reencontrarlo trabajando con portuarios haitianos. Imposible de resumir, puede que los mayores poderes de USA, Ruta Uno escapen a la narración. Como en esos planos finales que se demoran en el agua de los cayos, con su vida sub-marina avistándose bajo la superficie. El de Kramer es cine de poesía, y es capaz de encontrarla en la captura de imágenes provistas por el azar.
Al finalizar Route One, después de filmar durante nueve meses, Kramer pensó que su documental no había muerto (¿toda obra muere en el momento de ser terminada?). Mucho material quedó excluido en el montaje final (a pesar de sus 255 minutos de duración) y, sobre todo, no se había descrito la verdadera naturaleza de la relación entre Robert y Paul, es decir el relato sobre el relato, la historia del realizador y de su alter ego. En palabras del autor: “decidí hacer un relato de amor masculino, algo que me llevó al pasado cuando éramos militantes y habíamos encontrado un verdadero foco para nuestras inquietudes”. En 1990 Kramer culminó este mediometraje, titulado Dear Doc, de 35 minutos que cuenta las complicidades, las historias mínimas, que lo conectaban con Paul McIsaac. Este material había pasado al olvido, nunca se distribuyó formalmente y ningún productor se encargó de reeditarlo; hasta que en 1997, Cedric Venail y Vincennt Vatrican se toparon por casualidad con la cinta, mientras hurgaban entre los anaqueles de material filmográfico de Kramer.
Otro punto de partida
Tras la caída del Muro, Kramer filmó en Berlín algunos cortos hizo un par de video cartas, como las que Jonas Mekas solía realizar durante el boom del cine avant-garde americano. En la soledad de los cuartos de baño, se deja espiar por su propia cámara, “su cuerpo impiadosamente encuadrado por su conciencia, choca entre el tiempo actual, contra la duración de todo tiempo, contra la friabilidad de historias y de muros (Berlín 10/90, realizada en 1991)34”. El viaje físico y el viaje mental se unen finalmente en Walk the Walk (1995), donde relata una historia personal pero en clave de ficción: “el origen de esta historia fue cuando mi hija, que tenía 16 o 17 años, decidió dejar el hogar para conocer el mundo, sin ningún plan trazado. Quizás porque me estaba empezando a hacer viejo, la sola idea me aterraba: mi hija a merced de este mundo salvaje y violento. En una conversación abierta con Erika (su hija), tuve que relegar mis temores personales, ella tenía el derecho a tomar sus propios riesgos. En ese momento me di cuenta que había puesto parte de mi espíritu en mi hija35”. Kramer estaba acercando dos polos entre los cuales su cine irradia historias: el cuerpo y el sueño, la tierra y la utopía.
Dos años antes de hacer Walk the Walk, Kramer regresó a Vietnam para filmar Point de départ. De nuevo el retorno lo impulsó a construir un relato a manera de “cintas de tiempo trenzadas36”. En Hanoi, revisitó su pro pia memoria –que había descansado durante 23 años desde la realización de People´s War–. Se encontró con viejas amistades, rescató sus instintos de profesor al acercarse a las nuevas generaciones de cineastas. Revisó la guerra, a dos décadas de distancia, entrevistando a ex combatientes y a sus sucesores cuya única aspiración es poder “decidir sus propias vidas”. A medida que vio –y reconstruyó– Vietnam, los habitantes –viejos y jóvenes– fueron acercándose a su cámara, atraídos por el carisma del realizador. Kramer descubrió que aquel espíritu revolucionario había quedado en el pasado, que los ideales de Ho Chi Min eran tan frágiles como los recuerdos personales.
Un traductor de novelas, un camarógrafo, una coreógrafa o una obrera que carga unas tres toneladas de ladrillos todas las jornadas, dan los testimonios que se complementan con los de los jóvenes para quienes la guerra fue tan sólo un pasado que no vivieron. La mirada de Kramer se abre hacia el futuro de Hanoi. En su percepción del tiempo incluye el registro de la militante Linda Evans, condenada en Estados Unidos a 40 años de prisión en 1975, por robar un arma y ser cómplice de una fuga. Las miradas calladas y sinceras de los veteranos acercan a esos semejantes, “hacen comprender las mutaciones de un mundo que se resiste a la expli-cación, pero que se permite, sobreviviendo a los peores desastres y a la inextricable confusión entre victorias y derrotas, ensayar nuevos puntos de partida” (37).
A modo de conclusión. La mirada que se va
Kramer continuó su trabajo en Francia. En 1996, termina un largometraje de 72 minutos, Le Manteu, sobre un momento en la vida de un realizador ficticio que viaja al Perú a filmar un documental, poco después de la muerte de su esposa. La película de Kramer es sobre el film que este director ficticio realiza siguiendo los pasos de un arqueólogo que encuentra una antigua manta precolombina en Los Andes peruanos. Pero la historia personal del documentalista de la ficción al final cobra más importancia que la gran aventura fílmica por las tierras Incas. Ghost of Electricity (1997), es una reflexión sobre el futuro, una cámara que se pasea por todos los legados de la Revolución Industrial y su importancia capital para el cine. SayKomSa (1998) es un repaso de 26 minutos por su último diario de viaje, aquel que lo condujo a Vietnam para realizar Point de depárt. Su último trabajo, Cities of the plain (1999) narra la historia de un hombre ciego, solo y maduro. Víctima de una grave enfermedad que requiere urgente tratamiento, en lugar de hacerlo el hombre dedica su tiempo a recordar cómo llegó a donde está. Esta película se convirtió en el testamento cinematográfico de Kramer.
En noviembre de 1999 Robert Kramer murió a los 60 años en el hospital de Rouen. Su desaparición sorprendió a muchos, a compañeros de causa, académicos, espectadores y a quienes tenían el privilegio de contarlo como consejero. En la última parte de su vida se había dedicado a difundir lo que había aprendido a lo largo de 40 años de profesión, tenía un profundo interés por la enseñanza, tarea que lo entusiasmó cuando impartía clases en Fresnoy en su década final. En Kramer, la vida despierta y la soñada, el pasado y el presente, la percepción documental y la puesta en escena de los sueños comparten un tejido espeso, prolongan la caminata en una mezcla extraña de deslumbramiento que convierte su trabajo en piezas imperfectas.
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